Sobre su obra

Estados adquiridos

En Los fulgores del simulacro, Ediciones Universidad Nacional del Litoral, Sante Fé, 1987.
Por Nicolás Rosa

Liliana LUKIN lee su texto, ahora yo me extenderé sobre mi lectura. Dos lecturas, un mismo texto, poco importa que en este caso la mía esté a mitad de camino entre lo oral y lo escrito: cumple función de lectura. Una lectura que deja de lado el aparataje instrumental crítico de la institución y del discurso universitario que se pretende repositario de todas las lecturas, para presentarse como una experiencia en el sentido fuerte del término. La lectura del texto poético consiste en abandonar -si ello es posible- la así llamada reflexión crítica y entregarse al texto para dejarse ir con él, al lado del texto, a través del texto. En su labilidad de banda de Möebius, ni adentro ni afuera, ni interior ni exterior, el texto genera un espacio donde el sujeto de la escritura y el sujeto de la lectura quedan perfundidos, absorbidos en la gestación de un objeto nuevo. No hay protocolo de lectura estable pues todo texto instaura el suyo, quizá todo texto poético sea sólo eso: un espacio de lectura. Todo texto poético -más allá de las constantes que señalan los críticos y las diversas metodologías de análisis, se interroga e interroga al lector sobre la poesía en el espacio mismo de la poesía, utópico por definición. Interroga sobre la poesía como texto e interroga al mundo como texto. Se ha hablado mucho de las relaciones de la poesía y el mundo, la sociedad, lo social. ¿Qué hacer con la poesía que aparece cada vez más como una práctica de silencio, alí donde el excesivo charlatanismo de los medios masivos parecen tener el dominio de la palabra y el gobierno de la traducción de los mensajes circulantes? La ley poética -porque hay una ley de la poesía- es transgresiva: transgrede las leyes de la gramática, transgrede las leyes de la comunicación literaria (las del lenguaje como ideología) y por último transgrede las leyes de lo Real. Y en esta transgresión está su ser de exilio, de extraterritorialidad, de desamparo, de zona anegada de sentido. Sin embargo, y esta es su verdad social, su razón de ser histórica, la poesía, como la locura, es el horizonte negativo de toda cultura y toda producción cultural se define contra ese horizonte. Si la historia sólo puede definirse desde lo no-histórico, la poesía, al definirse, es decir, al tomar estado de «cosa», define el marco del mundo: como excedente dice aquello que lo social calla, como fina escoria de la civilización burguesa dice del decoro, y del decorado, pero simultáneamente de aquello que excede en el circuito de la circulación de los mensajes; presencia y ausencia, encarnación, hiato, resto magnificante, pero resto al fin. Y si Blanchot habló de la vocación de silencio de la poesía -de la literatura- es porque previó el marco contrastante de la habladuría de los discursos sociales. Hoy todo el mundo -el mundo- habla, pero pocos dicen lo poco que hay que decir; renuencia del dicho, imposibilidad del decir, la poesía habla de nada para nadie y se solaza en una escucha inaudita, suspensa. En el caso de Liliana Lukin pareciera -y somos conscientes de la modalización- que esta transgresión opera más sobre la ley o las leyes de lo Real construido. No es que no exista un juego sutil sobre el soporte material, sobre las palabras, o sobre la sintaxis poética -sobre el discurso, en suma- donde la ubicación de un adverbio o de un adjetivo se impregna de una fuerte coloración transgramatical, por ejemplo, caería bello, donde el estado esencial de la belleza se deshilacha en la transitividad del tiempo verbal. Pero este trabajo del significante adjetivo o sustantivo -en el sentido fuerte de los términos: accidente y naturaleza de las cosas- está subsumido en una construcción-destrucción del aparato de Realidad: digo, ese filtro, esa rejilla, esa grilla con la que construímos la realidad. El aparato de realidad de Liliana Lukin posee una máquina única: el ojo, y por momentos la mano como proyección del ojo. El ojo, como máquina de pensar, reflexionar, reflejar: ¿qué?. Hay toda una fenomenología de este mecanismo: se nos dice de esta máquina, de su córnea, de su párpado, de su retina, de su cámara y de sus funciones, ver, mirar, observar y sobre todo pensar. El ojo piensa. Pero esta máquina de fabricar realidad es en rigor una máquina de proyectar fantasmas. En esta fenomenología, la mirada genera su objeto y cuando ello ocurre el objeto ya no da tregua. Un objeto fragmentado, reticulado, hecho de trazas, de líneas, por momentos geométrico, por momentos matemático. No se trata de ninguna perspectivización. No es el sujeto en cuestión, sino el objeto que cuestiona, pues este aparato de realidad, esta máquina de mirar -como la máquina de la invención de Morel- sólo puede producir simulacros. Qué de partes, de fragmentos, fragmentos de lenguaje, de cuerpos, de actos, de encuadres descentrados: digamos,, la inanidad del recogimiento, de la recolección de las partes. . .
La ley que crea y difuma el objeto es el centro alucinado que inventa el espacio de la mirada donde se conjuga -conjunción incandescente-el ojo que ve y el objeto que diseña y trastorna la luz. Por eso la ceguera, como una forma de negación de lo real -lo real negativo, negativizado- es el punto extremo (cerrar los ojos, aquello que no se ve y el recuerdo de lo visto/ entrevisto) es instante crucial de esta poesía. ¿Por qué? La ceguera, como quien dice un muro cegado, es la opción final: frente al cuadro miniaturista no por reducción sino por su visión sesgada, frente a la naturaleza muerta -aquí muerta cobra todo su espesor semántico-, frente a la ventana, en suma, frente a todos los encuadres con que se focaliza y se fetichiza el objeto (y la mención de Cézanne no es gratuita) existe una última instancia, la del objeto que visto se aloja en la memoria para ser denegado, cegado. El párpado cerrado es la única posibilidad de retiro, de constatación que posee el sujeto: ese no poder ver, ese retiro hacia el recuerdo que, como tal, no es nada más que el recuerdo de aquello que no se ha querido ver. No poder ver es también, entonces, no poder recordar, no poder alucinar.
«El testimonio de la superficie» es recusado por el ojo que mira y se ve mirando, el ojo que se piensa, puesto que esta superficie aloja a la verdad en el régimen de la incertidumbre. «Y nada tiene tanta certeza como aquello que dejamos de ver,» en esa posterioridad de la imagen que no es más que la anterioridad del deseo, es allí donde se vislumbra el lugar de una cierta verdad corroíble: la memoria fundada en el recuerdo, pero no del recuerdo de algo que se ha visto, sino del recuerdo-fantasma de lo que se ha querido pero no se ha podido ver. Entonces recuerdo y memoria, la luz, la lumbre, el vislumbre, la franja, el intersticio, es el lugar donde la verdad se nos da y se nos niega simultáneamente. El vislumbre sería la metáfora textual del intersticio, entre palabra y palabra, entre sintagma y sintagma, entre verso y verso y entre poema y poema la única relación posible es la discontinuidad, la relación entre pero no intra, pues cada palabra es signo de otra cosa y esa otra cosa no se nos da -no puede darse- en el poema, en los poemas. La palabra poética de Liliana Lukin comienza allí donde el cuerpo ya no está. De corpus de palabras se trata, pues el cuerpo falta. Los estados adquiridos del cuerpo fallan: una física y una mecánica del cuerpo donde la extensión es vista desde su propia negatividad: el hueco, lo vacío, lo horadado, lo cóncavo, y por ende el rastro, el resto, del cuerpo ausente, del cuerpo como pasado. La estética de Liliana Lukin es una estética de la oquedad: soportada sobre el horror pleni propone una nueva sustancia negativa, la res vacua. Pacto negativo con la ficción representativa: pues allí donde el cuerpo falla comienzan las palabras que tienden a suplir la falta: pero las palabras, sobre todo las poéticas, no llenan huecos, sino que generan nuevos vacíos, nuevas intemperies: la del sentido, las de la gramática y las de la lengua como todo social. La palabra poética dice del conocimiento de las formas; ese conocimiento es posible gracias a la máquina del ojo, máquina infernal si la pensamos en constante vigilia, si la suponemos capaz de verlo todo, si la imaginamos fuera del silencio, de la sombra, de la escansión, en suma, del parpadeo. No se puede verlo todo, sería el axioma de la castración. Y por lo tanto ese «conocimiento de las formas» es sólo constancia de lo hueco, de lo cóncavo vacío y expulsión de lo convexo pletórico. ¿Es conocimiento de la forma preteridad como forma ideal, quizá platónica? Absolutamente no. Es constatación de la forma como receptáculo vacío en esa pura anterioridad virtual que nunca llega a historificarse en presente pues se proyecta en esa memoria indefinible: la memoria del futuro. El «argumento de los dedos» es falaz: relieve, postura, gesto, modos de ser del cuerpo, no contiene nada, en los dos sentidos del término: no delimita el cuerpo y no delimita la significación: inaprehensible, es sólo una realidad fantasmática evocable bajo relieve, en filigrana, en la memoria del cuerpo, es decir, del cuerpo en pasado. La física del cuerpo que instaura la palabra poética no es una física mecánica, extensible, es una física altamente molecular, discontinua y desagregada, siempre del lado oscuro del retrato.
1986