Sobre su obra

Sabiduría libertina

En revista El Banquete nº 4, Córdoba, Argentina, 2000.
Por Luís Thonis

En este libro de Liliana Lukin se pregunta para saber qué se quiere preguntar y eso hace girar sus voces en círculos concéntricos. El aspecto previsible de la pregunta formal es sacudido por una voz que es muchas voces, pero en cuya insistencia se puede escuchar un eco sin edad: es como si a la infancia hubiera sobrevivido una pregunta múltiple que la emprende con todas las respuestas, pertrechada de saberes pero renuente a sus certezas.
Entre candorosa y desafiante, cada pregunta tiene que ser mordida y roída antes de ser enunciada: el animal poético interfiere con el animal político, que lo mira con recelo arisco: su arte se niega a ser sacrificado a cualquier sueño colectivo.
El lector tiene que aceptar que a veces el cinismo puede ser un modo para enunciar una verdad que es pregunta, afirmación y réplica: «¿habrá que tener un pensamiento de perra / para hacer una pregunta donde se vea / cómo una mujer muerde el hueso / tras una idea de mujer / y eso la lleva a ver con otra claridad?”
No puede pensarse en este libro algo más ajeno al intimismo de la poesía feminista, poblado de nubes gemelas. Morder ese hueso es ponerse a distancia de ese lirismo esteticista y su sonambulismo formal: no se trata de la apacible oscuridad sino de una claridad impura.
No la preocupa ni la inquieta el problema del ser de la mujer. A diferencia del poema de Eliot, The Love Song of J. Alped Prupock, al último de los hamlets de la poesía no le interesa saber si ha existido aunque fuera en unos golpes de cucharita.
El personaje de Eliot habla del mayor de los pecados: el de no haber cometido ninguno, el preguntar siempre lo mismo es menos la búsqueda de una respuesta que el sostener el acto de su obsesivo preguntar.
Alfred Prufrock cree demasiado en el ser de Prufrock para querer una respuesta y poder formular una pregunta que no esté envenenada de retórica.
Las voces de Las preguntas no esperan respuesta porque en su misma trama arde lo incontestable. En la poesía de Liliana Lukin no se pregunta por el ser sino por lo que queda cuando se pone en juego su irrisoria consistencia.
Sabe que se trata del no ser, que hace que haya preguntas que no pueden ser traducidas a un jardín ideal, donde una concertada eclipse cae sobre la diferencia de los sexos. Unos moscardones desde un fractal aguijonean el espacio de las pequeñas diferencias, o perturba el malestar cada vez más enraizado en la cultura: el que provee la imagen de un nuevo bienestar a través de un logos virtual, cuya mayor ilusión sería el de una red programada que ponga fin a la maldición del sujeto como bablante.
Las preguntas subyacen en la memoria de las lenguas y se diría que tienen como función regular el equilibrio de sus fuerzas, domesticarlas en el uso comunicativo.
En este caso, cada pregunta es un cortocircuito y una interrupción. Desconectadas de la prudencia formal, sus aguijones nacen en la enunciación misma del texto, como hipérboles vertiginosas que desencadenan la pantomima y la risa. En su fuerza elocutiva contienen llamados, desafíos, premoniciones, en una lengua que se suelta como amenazada por la mudez total, por la extinción de esa insistencia: “la vida como un gasto: dilapidación gozosa…”
Baudelaire ha escrito en La esencia de la risa: “La pantomima es la depuración de la comedia; es la quintaesencia, es el elemento cómico puro, desprendido y concentrado. Así, con el talento especial de los actores ingleses para la hipérbole, todas estas monstruosas farsas adquieren una realidad singularmente sugestiva”. Los gestos de Pierrot son para Baudelaire lo absoluto de ese arte de la pantomima; esos gestos son formas de indicar cómo el personaje es arrastrado a una existencia nueva y le permiten ver sin aflicción el precipitarse en un destino tumultuoso, no escrito ni soñado, presente en cada gesto. Algo semejante ocurre con Las preguntas: valen como pantomimas que acusan un destino que las va modelando, conformando, inclinando como desatino.
La filosofía desconoce la risa, por el lugar que ocupa en ella el soplo y la aventura de unas fuerzas que quisiera controlar, como si cada cabriola debiera tener una función y un objetivo. Las preguntas-pantomimas tienen mucho de pasos de danza en una rítmica que instituye la celebración ahí donde el sabio se atemoriza y conjura..
“No es suficiente ser la fiesta de otro”, porque la dilapidación total es un fantasma que no se dispara de una sola vez. Escribir no es punzar la página para que los dioses escriban su venganza, algunos signos crueles, ganados por no haber podido responderse a sus enigmas o acertijos.
La falta está en las mismas preguntas y eso hace de cada una de ellas un gesto pantomímico que no imita sino la falta de respuesta.
No se pregunta acerca de un acto tan excepcional que nunca llegará a cometerse. Se pregunta después de haber sido afectado por una serie de voces y de sucesos cargados de predestinación. La pregunta es así un acto y un don, sin recipiendario: “¿si yo pregunto sabré? / pregunto como quien dispara una flecha al corazón de la manzana: para clavar el corazón / ¿si arranco suave la heridora de la herida sabré del corazón más que de la manzana? ¿la sangre que ella provoque derramar es para mí?”
Las preguntas son lo contrario del perjurio porque no están juramentadas con el ser sino con una ausencia que se abre en el lenguaje y que cree cubrir el pensamiento: “¿si pudiera dejar de pensar / pensamientos que no debo / pensaría lo que debo?”
Las preguntas no nacen de una inocencia primordial que desconoce la marca del lenguaje. Hay que imaginar cuerpos tumbados posteriores a una cena, donde ha habido gasto y crimen, donde algo se ha consumado y el resto no son cenizas que el viento se lleva. Las preguntas giran sobre la interrogación de un origen ausente: al no haberse respondido una sola pregunta, la autora hace llover torrentes de ella, extenuando los fardos que supone el matrimonio de la estupidez con el saber, como si cada pregunta valiera por una noche y miles de noches por una sola pregunta.
La pregunta en relación al malestar de la cultura, los sexos o la injusticia, encuentra menos una respuesta que la catadura de una música ante esa ausencia. Esto también habla de una coyuntura que excede la polaridad de la sombra y de la luz, que insiste en el texto: es la mirada misma de la que escribe sobre un tablero de ajedrez donde se pregunta “qué puede un hombre/ temer/de una mujer”.
La maldición reside en que las palabras que ellos usan son las mismas, pero los cuerpos son diferentes y toda palabra falta o sobra respecto de ellos.
Las imágenes no se purifican en la limpidez de una red informática donde un lugar es a la vez todos los lugares. No coloca cada cosa, imagen, palabra, escena, en su lugar sino que abre el lugar para que pueda resonar siquiera una sola escena: la del cuerpo extraviado, que asume la fatiga de esa consumación verbal con sabiduría libertina.
Si la guerra tiene el aspecto de un videojuego global, Lukin, desde una de sus preguntas alevosas, hace reaparecer una virulencia en el teatro donde todos están de acuerdo en que haya paz: en el lenguaje. Trabajadores en todo, los hombres son holgazanes o pasivos con el lenguaje. Tal vez porque no sea una cosa dura, pasiva, que está en el mundo como una cosa más, paralizada en una cojera realista, conjurando de su superficie almidonada y homogénea preguntas que este libro dispara contra cierta idea de mujer.
Que esto suene a herejía o a mera frivolidad habla por su silencio de cómo hoy cierran las cuentas en la cultura del malestar, que de tan deprimente se viene a plantear como el único bienestar posible: es la eterna y maniática pregunta por el ser y el origen, que supone que hay un lugar sagrado, oculto, secreto, puro, preservado de las versiones a las que lo somete el lenguaje reversible de la poesía.
No se trata de encontrar una relación justa o contractual con una verdad perdida en el orden del ser, sino de jugar una relación con la falta que constituye al sujeto.
En la poesía de Lukin la mujer se aparta de la verdad del ser para insistir como un error: “¿qué entrega ella en cada error / y a cambio de qué? ella en su/ fantástica capacidad de alegría?”.
Escribe en ese lugar donde los lenguajes sociales no tienen nada que decir, salvo su antiguo goce con una inercia que tienden a confundir con el poder absoluto o el mal.
Lo puro y lo impuro, lo alto y lo bajo, el sacrificio y la fiesta hacen de todos esos círculos un conjunto abierto que se define por excluir sus propios límites, que es en este libro la condición de su alegría.