Sobre su obra

El don de los cuerpos

En Revista Espacios nº 31, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, 2004.
Por Carlos Surghi

(nadie sabe lo que puede un cuerpo)

Baruch Spinoza,
Ética.

«Quizás el sentido se pierde en los dobleces de esta resistencia pero los tramos borrados memorizan el escandaloso desnudamiento: escribir es quitar pieles, descorrer membranas, apartar tejidos y epitelios, desarticular la fusión de letra y sentido, deshacer la escritura para hacerla, rehacerla y deshacerla hasta el infinito de la línea.»

Tununa Mercado,
La letra de lo mínimo.

Más allá de los problemas formales o de experimentalismo, que pueden debatirse como un tratar de llegar a ver qué es lo que hoy en día pone en juego la literatura, hay un espacio el cual ella siempre ha recorrido: el deseo. Desde el siglo XVII, con sus métodos empíricos y sus tratados sobre las pasiones, el deseo ha sido lo que la literatura no ha querido –sabiamente- resolver, pues más bien prefirió exponerlo, despegarlo, hacer así de él acto y la potencia en la lengua. Sed, anhelo, vértigo del equilibrio en una línea de dos extremos, la asunción plena de la vida, el cierre conclusivo de la misma, en el deseo, los cuerpos de la literatura se han tensado y la letra en ellos se ha inscripto.

Este nuevo libro de Liliana Lukin lleva adelante un doble movimiento que en él hace, de la literatura, una felicidad. Por un lado deseo del cuerpo: su textura, la profundidad sobre la cual se funda, lo que espera y lo que pide, la sed que nunca calla: “Satén y plumas / para amar y ser leída, para beber y ser / bebida, fingiéndose dormir.”; y por otro lado, el deseo de la letra: su movimiento en una caligrafía apasionada, el dar cuenta de que al cuerpo sólo le cabe una lengua voluminosa: “¿Hay un templo más allá / de las palabras?” (…) ¿Hay una vida para las palabras / fuera del templo?”. Entonces esas palabras que se deslizan trazando reflejos, curvas por el cuerpo siendo ellas otro cuerpo, dicen: “Las curvas producen sombras curvas, / nuevos planos donde ella soporta la caída (…) Las curvas duplican lo que ella conoce de sí / y lo que no conoce: antes de él, después / de él. / Ese ángulo de cristal organiza las miradas / que van y las que vienen: da peso a la idea / de un cuerpo que nace entre las dos.” Son entonces estos dos aspectos –deseo del cuerpo, deseo de la letra-, motivos suficiente como para ver en retórica erótica una poesía que está más allá de la aventura de la forma y el experimentalismo. Pues este libro no se acaba en su condición de objeto -galería óptica, espacio de la caligrafía-, sino que más bien llega a hacer, de la experiencia, cuerpo voluminoso en la letra, letra voluminosa en el cuerpo, “entre el deseo y el acto” de saber mirar y saber mirarse.

Uno de sus últimos poemas, para ser más exactos, aquel que dice “Hay un mapa del tesoro, dijo, él, / y está marcado en un idioma extranjero.”, nos obliga a recorrer el libro, en toda su integridad, no sólo a través del placer que despierta leer esos cuerpos, sino también desde el placer que pueden incrementar tres registros que se abrirían hoja a hoja mostrando ese tesoro del idioma: el cuerpo visto, el cuerpo oído, el cuerpo escrito.

Así lo que primero nos sorprende en su escritura, es la capacidad óptica para emular y lograr en la letra el arco de esos cuerpos que nos llaman a ser cómplices de sus pasiones: “Si él se quedara ahí, así, adentro, / ella no se caería nunca. / Lo dice y balancea su peso sobre él, / sobre el vacío, sobre la frase. / Y él, que trabaja para el placer, / pero alimenta la tristeza, / apretando su carne habla.” La letra se deja ser en ellos para entender los movimientos pasionales que los tensan. La letra es seducida por los cuerpos, y los cuerpos son buscados por la letra. De ese llamado -en ese punto de reunión- resulta necesario no sólo leer retórica erótica, sino también mirar y, al mirar, escuchar ese mutuo llamado que el libro condensa como cuerpo y letra siendo amantes -llamada y respuesta-, resonancia del deseo en un idioma que su autora desnuda.

Libro de la experiencia del cuerpo en el cual su saber íntimo es lo que lo lleva a ser mucho más que una retórica, en él, la escritura del revés y del derecho –la que mira y es mirada-, comienza en lo más llano y puro de las superficies, lo que se experimenta, lo que se hace carne en otra carne: esas pieles, esas líneas, esos pliegues, y sobre ellos las sombras, y en ellas, el “otro cuerpo” próximo y cercano como ausencia, recuerdo y temblor, que nos dice: “Desmayada frente a su propia turbación, / el cuerpo como una joya más del traje, y / de su soporte duplicado, ausente la cabeza. / Piensa: sólo donde no hay vestido hay / memoria del hombre que la completara.”. Así en tanto que intimidad, esa experiencia del cuerpo concluye como saber del mismo cuerpo, el cuerpo que sólo se encuentra en el ajeno: el cuerpo amado o el cuerpo objeto de pasión: “Él sabe que se trata de una fiesta / en su honor, en el honor de ella, que todo / dura un instante, que ella insiste / como si la alegría lo pudiera alcanzar.” Es todo este saber el que hace de retórica erótica una búsqueda del registro de lo que puede un cuerpo entre otros cuerpos, es todo este saber el que propicia la cercanía de ese otro idioma atesorado: “Las propiedades del objeto, lo ajeno, lo / nuevo, lo otro, esparcen un perfume, / al entrar en contacto con su cuerpo, / que embriaga la idea de sí, produce / combustión en sus conceptos, alimenta / su risa.”

Es entonces también que el saber de lo que puede un cuerpo, el lugar donde él se desnuda en una ética, despierta para la misma escritura que lo desnuda un verdadero desafío: hacer uso del cuerpo, indagar lo que él puede, ser en él un darse (como don) para ser pleno, no siendo siempre uno quien se mantiene expectante, sino siendo dos quienes se donan y entregan a esa lengua-pasión hecha de cuerpos y de letras: “Cuando el don arde en el espejo / ella es ambas para él,”. Lengua-pasión que Liliana Lukin construye con lo mínimo de la escritura: él, ella, pronombres que son todos los amantes, todos los amores, todos los cuerpos y toda la intensidad de la literatura. Pronombres que por cierto nos llaman a nosotros a compartir con ellos su felicidad y su cansancio –nosotros, lectores que en el libro de los cuerpos, leemos, miramos, oímos, a través de ellos.

Volver varias veces a este libro no resiente la constante sensación de complicidad que la mejor literatura otorga. En él nos preguntamos si estamos leyendo o mirando, de qué lado del anverso o reverso nos encontramos, de dónde llegan esas voces. Esa complicidad -que se da en lo más impersonal de él- es la piedra sobre la cual se funda, pues son los pronombres los que nos permiten ir a la noche de sus mujeres, a la memoria de sus hombres, a las pasiones de sus lenguas. Con ellos nos dejamos arrastrar hacia esa intimidad profunda del deseo, leída en la superficie de los cuerpos y hecha escritura en la correspondencia profunda de la letra: “Tanto cuerpo y tan poco, dice ella, y lo mira / espiándole el nacimiento del lenguaje.” En retórica erótica lo que deleita es la ausencia de nombres –también lo que seduce-, pues el hecho de que no los haya es lo que permite esa lectura en la que él y ella son en sí lo más inmediato: sus cuerpos, el acto y las ceremonias del deseo, el cofre o tesoro del don, la predisposición para darse, buscarse, encontrarse en gestos y palabras.

Si para Blanchot la literatura comienza en la tercera persona, en la potencia de lo impersonal, esa misma potencia en retórica erótica llega a ser por momentos una verdadera ética. El erotismo que circunscribe el anverso y reverso de este libro, es la ética de la potencia de los cuerpos que en él encontramos, los cuerpos-pasión que ocupan el centro de esta literatura, los cuerpos que hacen así de la literatura una pasión de la potencia de los cuerpos. Como señala Deleuze: “la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo.” Y retórica erótica no dice yo, retórica erótica dice el cuerpo. Por eso el yo de las voces se ha diluido en la escritura que las reúne, no para mostrarnos como mutuamente esas voces en los cuerpos se poseen o se brindan, o se separan y reclaman, sino para mostrarnos justamente como se buscan, y a la vez al buscarse, leernos ellas a nosotros en la complicidad a la cual nos invitan.

Pocas veces se ha sentido la literatura tan partícipe y fundada en lo que somos: carne en busca de otra carne. Si la mayoría de las veces debemos nadar largas distancias, correr o implorar amor o pedir clemencia para que los libros tan sólo no nos traicionen, en este caso, sólo debemos saber salir de él, de los infinitos pliegues que lo abren y lo cierran. Por lo que si lo leemos como saber íntimo, lo que escuchamos no es la voz de un yo, sino el canto, la súplica o felicidad de un él, de un ella… ellos, quienes saben así poseerse, cuando una escritura se plantea desposeerlos, desposeernos. Mucho se ha escrito sobre los cuerpos como lugares, espacios y recintos a los cuales doblega un poder; pero nada más certero que el movimiento de retórica erótica al presentarlos como saber, al escribirlos como potencia. Gonzalo Rojas tiene razón al llamar a su autora “criatura más lúcida en el plazo ciego de estas décadas”, pues ella nos invita a ver, oír y sentir su escritura, que es “ese idioma extranjero”, que se hace nuestro, que nos hace estar, tan sólo agradecidos, como quien descubre y es descubierto.

Libro que incrementa el número de noches, que se deja leer como una gran celebración de la desnudez; en él esa conjunción de lengua y óptica es el viaje del deseo cifrado en las imágenes y la caligrafía. Caligrafía doble, pues cuando el cuerpo de la letra es firme, por detrás están los giros de la mano de su autora. Giros, cuerpos de letra, restos de noche y escritura, son todos fragmentos que prolijamente dispuestos en la tinta se deslizan hacia los cuerpos en su potencia: la desnudez que mira, la desnudez que es mirada.

Así para Liliana Lukin cuerpo, noche y escritura son saber. Pero a la vez su unión también puede ser tensión. Un cuerpo puede darse, ser resguardo, aprendizaje, felicidad y dolor; pues es el lugar de todos los afectos, el lugar de las pasiones; por eso el cuerpo es el espacio “entre el deseo y el acto”. Pero esa celebración de la desnudez no sería completa si no enfrentase en sí el peligro de mirar: “Hay miradas de peligro en la pequeña / felicidad de un abrazo, pero ella está / lista para todos los peligros de su cuerpo. / Peligros son su cabellera / para el suave enredarse / de los dedos y sus gemidos, / para quien no quiere oír. (…) ¿Qué hará él con tanto miedo , sino tomar / lo que se abre, entrar, sellar su pánico…” Si esa mirada remite al peligro, es porque en el acto y el deseo reside el cuerpo como vértigo del don: “Juega a ser su propia ofrenda, en lo / desamparado de dar y recibir…” Es así que todo cuerpo precisa del resguardo en otro cuerpo para hacer de la celebración un paso en esa noche: “Como su dolor esparce luz ella está / iluminada, perdida en esa luz, / y al darse espera ser tomada por él, / oscurecida, al fin oscurecida.” Cuando la mirada de retórica erótica abre la desnudez vertiginosa del cuerpo, su letra, resguarda el tesoro de un idioma que está puesto en función de su cuidado. El don que se celebra termina siendo ética de un cuerpo destinado a ser objeto de un amor, entrecruzamiento de miradas, escritura de pasiones. Un cuerpo “puede” lo que no sabemos, y ese es el idioma –casi lo imposible- que Liliana Lukin busca desnudar en estas páginas, y para ello nos dice: “Lo que hace diferencia entre nosotros y / el mundo, y nosotros, solos del mundo, / es el cuerpo…”

Todas estas son palabras que no salen de un cuerpo sino que quieren volver a él para saber lo que puede. Es por eso que la caligrafía emula sus movimientos, desea ser la dicción que consagra el cuerpo como templo. Dice una página de este libro: “Vivir reverenciando el dolor…”, y un cuerpo en la otra página dibuja un arco en su soporte de imagen, busca un quiebre; y sigue, con la mano de su autora por detrás uniendo las dos páginas: “Sus redes tendidas desde siempre atrapan / do los mismos peces en otro mar…” Y ese otro mar nos habla del anhelo más profundo en el círculo de las pasiones; nos habla de un cuerpo que puede ser idioma extranjero, idioma que puede conducir como un mapa a sus tesoros, a sus dones; ese otro mar nos habla de un cuerpo en sus pasiones que es alto saber, que es mirar y mirarse como ya Lukin en Carne de tesoro, (1990) lo expresaba: “el cuerpo es una filosofía (vestido) / y una ética (desnudo) de sí”.

retórica erótica en infinidad de registros ha desplegado esa ética que es a la vez una estética y una prolija cartografía. Como una red que nos atrapa y nos devuelve a otro mar lejano y próximo, la escritura de Liliana Lukin en vez de sujetar el cuerpo con la letra, por medio de ésta, verso a verso, simplemente, lo desnuda.

Carlos Surghi
Córdoba, 17 de julio de 2003.