Espacio Hudson Ediciones, 2022

I
Señora de los milagros:
yo soy mi cuerpo
y eso es lo que escribo
florecer incansablemente, estar a la vera
del camino y que ningún pasar destruya
los brotes de eso que llamamos felicidad,
proliferar en mí misma , y en el pequeño
universo que hace lugar a mi insistencia,
reirme de los obstinados, de los obstáculos,
y de los que inflingen daño no reirme,
como si fueran humo, tragar el veneno,
escupirlo y sobrevivir.
Yo soy mi cuerpo y doy
flor, incansablemente.
II
Ella me dio a comer de su
vientre
dije a mi madre que será
mi heredera universal
que a ella dejo los bienes futuros
engendrados por derechos de autor
pero mostró los dientes
y me arrepentí.
III
A cierta edad, casi todas las poetas
tienen una madre que escriben:
amorosas o feroces con palabras
donde ajustan sus cuentas, sus caricias,
las ajustan como una soga
al cuello, como un collar
y a veces hay amor,
pero líbrame de ese
amor, a veces solo odio
o compasión destilada
del alambique de una
crueldad antigua
y aún la ternura más
inevitable, la calidez
menos pensada,
si se escribe, está
al borde del deseo
de una liberación,
como un hilo de baba
que se escapara de la boca
con que las nombran y las besan.
Yo también.
IV
No vivo con ella pero ella
vive en mí, me arranco
si puedo el veneno
de sus flechas,
de su fingida inocencia
amaso un pan amargo y magro.
Le debo la vida, se dice,
pero ¿le debo, cuando fui también,
tal vez, su felicidad ?
V
Una mujer es su propia madre , dijo,
y yo tardé en abandonar ese amor
que dictaba sus mareas,
golpeando contra las piedras de mí
sus aguas, ya no nutrientes, ya no
ecuánimes, ya no.
Madre de mí soy, definitivamente,
y eso me deja huérfana,
libre, pero huérfana.