Sobre su obra

Como se lleva a un niño, de Liliana Lukin

Una presencia pensada, musical
Por Daniela Camozzi

Todo es resplandeciente y dorado
con una luz increíble y suave.
Toda esta agua a nuestro alrededor.
Laurie Anderson

Cuando leí por primera vez Como se lleva a un niño, pensé en Laurie Anderson, la mujer de Lou Reed por más de veinte años, en la bellísima carta que publicó cuando Lou murió. Ahí nos cuenta que él partió haciendo tai chi, sentado en medio de un bosque, el bosque donde estaba la casa de ambos. “Murió la mañana del domingo, mirando los árboles, haciendo la forma 21 de tai chi, solo sus manos de músico moviéndose en el aire”.

Cuando leí por primera vez estos 50 poemas y vi las imágenes de las obras de Gustavo Schwartz que aparecen en este libro, que está dedicado a él in memoriam, pensé también en el final de la vida de David Bowie, donde se convierte en su propia obra. Pensé en su disco Black Star, en el tema “Lazarus”, donde se envía al cielo a sí mismo, para que sus cicatrices desaparezcan. Y se lleva a él mismo de la mano.

Leí los 50 poemas de Como se lleva a un niño de un tirón. Digo tirón porque son poemas que te tiran de la piel, pero no solamente como en Ensayo sobre la piel, el libro anterior de Liliana, también visceral y elegíaco, también registro del amor, con su discurso médico-poético-desgarrador, con sus textos fechados y notas al pie. Digo tirón como en la piel de la niñez, con el vértigo del juego y del terror de la caída, cuando nos llevábamos así, corriendo, ese tirón-impulso de entonces, esa música del aire.
Pensé en el vértigo, en el impulso del tirón, en la música. “Gustavo era todo música”, me dijo Lili una vez. Y quizá la cito mal ahora, y en realidad dijo: “era pura música”. O: “todo en él era música”. Pensé, sí, en esa estrella negra de Bowie, en la letra de ese tema donde hay una mujer arrodillada. Es la única que sonríe. Como en la obra Infantería de Gustavo, donde hay estrellas, pero rojas, y lo puro negro es el fondo-noche. También hay una mujer aquí. Lleva una máscara y un niño de la mano.

Pensé en todas estas ceremonias del amor como redes que generan vida. Es lo que hace Bowie al despedirse así, genera una obra-vida que sigue. Es lo que hace Lou Reed, aún en ese bosque, con sus manos de músico que hace música con el silencio. Hay amor en el gesto de Laurie de llevarlo a morir allí, junto al agua, con ella. Y luego en el gesto de contarnos eso que hizo, eso que hicieron. Como hubo y hay amor en el pedido de Gustavo que aparece en el poema 44 de Como se lleva a un niño, cuando dice: “escribí, escribí, mirando hacia adelante como si me vieras”. Y hay amor en el gesto de Liliana de hacerlo, y de contarnos.

Toda una red de amor-vida de la que participamos ahora aquí, en la celebración de este libro fecundo, de estos 50 poemas exactos, musicales, una poética del pensamiento rítmico, exacto, sí. Pensamientos-poemas, pensamientos-música, que se leen de un tirón.

Veamos, tirón

que en los primeros poemas es dolor puro hecho palabra, pero que ya es también canción para poder ser dicho, turbia melodía del poema 1, música que vuelve a sonar en el 3, que ya no para, en medio del despojo del poema 10, de la desnudez de todo, del ahogo, no sucumbe, porque la palabra recupera, hace levitar los cuerpos rememorados, los pone a danzar con la música-diapasón del poema 19, escritura que protege, escritura musical para no olvidar, en el 22 me sorprendo porque es Lili la que parece hacer tai chi con las manos, “con la mano derecha en el aire”, danzar así, con la música del tiempo, con la repetición del olvido y del recuerdo, música para recordarlo todo, en el poema 30, sigue el tirón, se vuelve hueco en el 35, el dolor, sigue la sinfonía del aire, el aire suave, el andar suave, y algo cede, se puede enunciar un soy, un soy sola, en el 39, otra nota: “algo lo sobrevive” y en el poema 42, llevar al niño, hacer la vida, como Laurie, en el relato, una sintonía nueva en el 45, después de todo ese hacer, música de la noche en los oídos, agua de la noche, música que se pronuncia en el 47, que lo pronuncia a él, sintonía que se vuelve sinfonía en el poema 50, somos músicos, instrumentos. Somos pensamiento musical, nos advierte Liliana.
Para terminar y recomenzar, música.

Música para que la presencia sustituya la ausencia. Como pide John Berger en el también estremecedor, conmovedor libro-elegía a su mujer muerta, Rondó para Beverly: “durante casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o en ese rondó te convertiste”. Así pasa en Como se lleva a un niño, durante el tirón de sus 50 poemas exactos, hay producción de una presencia pensada, musical, que sustituye la ausencia, los “recuerdos de un punto a otro del aire” del poema 50, como las notas que una mano dibuja en el aire frío de un bosque, rodeada de agua, como el “relato de agua” del poema 9, que Liliana riega de noche ahí, para que aparezca, el agua con que se duchaba Beverly y su forma justa de sentarse (como en medio de un bosque, preparada) para que Berger le secara el pelo húmedo.

¿Cómo despedirse? Dice John que Beverly preguntó “moviendo sus ágiles manos en el aire”. Con esta música-despedida-creación dibujada en el aire, construcción que nunca elige la nada. Con las notas de pensamiento-música por las que Liliana se desliza para componer este tirón resplandeciente y dorado, con una luz increíble y suave. Y así todo, como dice-hace Liliana en el poema 49, “sucede nuevamente”.

Daniela Camozzi
23 de noviembre de 2020