Sobre su obra

Ensayo sobre la piel

Para la presentación en la Fundación Psicoanalítica Argentina.
Por Dolores Etchecopar

Cada poema de este libro ensaya una llegada tras otra a lo inhabitable. Valga la paradoja y una doble conmoción: estar en el ojo de la tormenta y al mismo tiempo quedar afuera, expulsado, porque lo que está ocurriendo resulta inabordable. Poemas breves que rotan a distintas velocidades alrededor de un eje que va rompiéndose, con un vacío en el centro. Cada poema destila el denuedo amoroso, desesperado, de quien escribe impulsándose hacia donde llegar no se puede. Lo inabordable que dio nacimiento a la escritura de este libro es Eso que le sucede al hermano menor, a Osvaldo. La medicina tiene un nombre para designarlo: el mal de Alzheimer. La medicina equipara el Destino a un Diagnóstico y al hacerlo, ya lo sabemos, sobre todo con enfermedades de difícil diagnóstico, irreversibles y que alteran la identidad psíquica de una persona, suele producir dispositivos represivos, cercos, clausuras; lesiona con fijeza las lesiones inasibles de un alma. Contra esta captura que hace la medicina, los poemas de Ensayo sobre la piel dan a luz su propio fracaso, se vuelven ofrenda vulnerada, perpleja, implacable, inútil, entrañable y sumamente concisa. Ofreciéndose así como lo hacen, devastados, inermes, en cada uno de estos poemas la vida irrumpe y nos abrasa (con s y con z nos abrasza y nos abrasza).

Entre tantas otras cosas que habría para decir, Ensayo sobre la piel expone la violencia del No en muchas de sus dimensiones. La más evidente: la violencia institucional, la crueldad de sus prácticas. Pero en esta travesía que hace la poeta se descubre que nada, nadie sale indemne de aquí; la violencia del No también desbarata el amor, la compasión, la voluntad de decir con palabras de este mundo lo que se va del mundo y sus cauces. Pensar la violencia en estos lugares que suelen funcionar como sus antídotos, configura otra de las riquezas que nos depara Ensayo sobre la piel. La voz de la poeta se escribe donde la voz del hermano se extingue. Una violencia del amor, de la ternura y de la desesperación se hace carne cuando nos atraviesa la bendita, la imparable catástrofe de estar vivos.

Una concentración tan pura de dolor pulveriza el habla, dinamita los puentes entre las palabras y las cosas. No hay descanso aquí, nada permanece erguido y quieto, la actividad del alma de quien escribe no se cristaliza nunca. Cada poema traza una pendiente por la que el sentido se desliza hacia el abismo. Abismo del hermano en la disgregación aleatoria de su memoria, pero también nuestro abismo, el de todos los seres vivos, apostados a perderlo todo, de un instante a otro. A esta última soledad nos conminan estos textos, allí donde nos toca vivir, insolventes y transidos de lo que nos destruye y destruye lo que amamos. Y es con nuestra finitud, con la matriz estallada del lenguaje que la poesía tiene que habérselas, al menos la poesía que nos interpela y acompaña en lo que otros lenguajes omiten o rechazan, porque están ocupados, diciendo cosas por encargo.
Gracias Liliana Lukin por haber escrito un libro así.