Sobre su obra

Desposeerse vorazmente

En Revista Babel, Buenos Aires, diciembre de 1990.
Por Delfina Muschietti

El libro se abre y se cierra con una carta: gesto retórico que se inscribe en lo íntimo, en la estrecha relación de dos mujeres que se hablan. Registro de la doble y del fantasma: nostalgia de sí, yo ella y la mirada en el espejo hacia atrás en el tiempo.
Carne de tesoro, el último libro de Liliana Lukin, puede ser como un viaje hacia el extrañamiento de sí. En el interior de ese marco, de ese paréntesis que constituyen las cartas de inicio y de clausura, el trayecto se hace espiralado: se hunde en una disgregada distancia que vuelve el yo hacia la ella en múltiples enfrentamientos. Primero se trata de la niña, en obligada sucesión de padre y madre. Luego llegan los hijos, y la ahora madre se duplica en las vigilias: ya no duerme y entre pliegues deja el propio cuerpo. instalada así en un lugar que empieza a desasirse, escribe: entre yo y ella ya nunca se sabrá si se habla de ella-niña, ella-yo o ella-hija, la otra niña. «Decidí cambiarme de lugar», se asegura, y no hay otro terreno mejor que el sueño para realizar esa mudanza. El poema II de la trilogía «El sueño» inaugura de este modo la certeza del desasimiento: «el lugar donde volver/sin amparo». De allí ya no se saldrá, se crece en espiral hasta el último poema, donde la pregunta «¿y si no hay nadie?» se vuelve reflexión de sí. Hipotética, impersonal, en el vacío.
Ciertas formas y ciertos tonos recuerdan a Gelman, una clara presencia en libros anteriores de Liliana Lukin (Descomposición, Cortar por lo sano): en la sintaxis dislocada por un uso cortante e insólito del impersonal, o en las construcciones pronominales de primera persona, que en lugar de funcionar como indicadoras de proximidad no hacen sino aumentar la distancia con el sujeto que las enuncia. Una reflexividad que choca con la superficie del espejo y estalla, dispersándose. Una proximidad, entonces, que se airea, se enrarece, se «agruma». En esto coincide un trabajo minucioso de los ambientes y los detalles domésticos. A veces, un uso paródico («mi querida»); a veces, una alocada inscripción en la reflexión filosófica, sin mediaciones, abren el poema a otros espacios, a otras instancias: hasta llegar a mesas que se desconocen. Sobre la saturación de lo cotidiano (sobrevienen) el olvido y el desapego. Todo lo sólido se desvanece en el aire: como un eco. Poco a poco, entonces, la casa se vuelve irreconocible, puro aire fantasma. Y nada cierra, todo cae espiraladamente cuando se conoce «el exilio del deseo de escribir».
Este despojamiento cuasi-gelmaniano también empieza a sufrir transformaciones cuando allí aparece el tono Pizarnik: el pasaje pronominal, la extrañeza de sí en el recorrido hacia una memoria que es historia del desposeimiento. Hasta aquí lo que descubren colectivamente hoy las mujeres que escriben: una experiencia cultural común que se inscribe en la negación de sí como sujetos y en el secuestro institucional del propio cuerpo: «… cada vez más lugar del propio cuerpo de ella/ la soledad». Algo que Pizarnik mostró con deslumbradora y patética belleza. Algo que las poetas no pueden soslayar ni olvidar porque brilla ahí como una marca.
Pero hay también en Carne de tesoro cierto despliegue de la imagen y del trazado lingüístico que estaba ausente o de otro modo en textos anteriores de Liliana Lukin. Aparece una forma diferente de cortar el ritmo vertiginoso impuesto por los infinitivos y los blancos de la página, que presionan sobre la letra escrita y la aceleran en cargas de intensidad y energía. Este nuevo descanso al que aludo se relaciona con un particular y sorpresivo alargamiento de los versos, y una demora en el espacio de los sentidos. En fugas paralelas, desembocamos en la «joyita del deseo»: una flor que crece solitaria en aquel “lugar sin amparo” que define el recorrido del libro. Esa intermitencia, bien lo sabía Barthes, constituye el movimiento del placer y nos pone como lectores en el papel del que acecha. El espía huele, toca o mira cada vez que la velocidad y el corte violento de los versos se lo permite. Quizás también allí resida lo nuevo que propone este libro. Desde la serena mirada de Cortar por lo sano hasta el primer tajo de Descomposición; ahora el ritmo se acelera hasta lo vertiginoso y muestra aquella que se deshace o se descuenta en una huida implacable de la propia materia. Por eso llamaba la atención sobre el doble encuadre de las cartas: un marco-precipicio por donde la materia cae y se disgrega en exasperada velocidad.
Hemos terminado el viaje dispuestos a emprenderlo de nuevo. Si esta escritura reconoce padre y madre, también sabe en su propio ritmo cortante la ajena pertenencia de los terceros. Es que se trata de un cuerpo des-carnado, o de una luz cegadora que se vacía, o de un tesoro que pierde sus escondites y se dispersa en los artificios de una memoria negada. Tanta palabra y tanta presencia, nos dice Liliana Lukin, no han servirlo sino para perder, para desposeerse vorazmente: «y ya nunca será suficiente/ todo esto decir haber escrito».
Nos quedamos así con un pequeño mapa entre las manos, un mapa que ha ido borrando su diseño con celeridad a medida que leemos. Letra escrita que se pierde y se tacha en abierta paradoja. Un mapa del tesoro que podemos volver a trazar desde el perdido aire de la infancia, una y otra vez, sin demora y sin esperanzas.
Delfina Muschietti.