La edición de 1965, de este primer libro de Estela dos Santos, tuvo un prólogo de Ana María Barrenechea.
Esta segunda edición, a un año de la muerte de la autora, reproduce ese prólogo y tiene como epílogo el texto que escribí en 2002, «El cuerpo en la letra», para la convocatoria de la Revista Feminaria:
«Mujeres que escriben sobre mujeres que escriben» donde participaron, Tununa Mercado, Laura Klein, Gloria Pampillio, entre otras escritoras. El ciclo creado por Lea Fletcher, directora de la revista, tuvo lugar en varias sesiones en la Biblioteca Nacional de Argentina, en 2003.
Para leer el cuento «Gutural», y mi texto, el link siguiente:
-Revue América Nº 47,2015- Cahiers du CRICCAL, Sorbonne Nouvelle: https://journals.openedition.org/america/1383, dedicado a «II. Corps contraints, enjeux de la parole»: L’enfermement
Y en: https://www.cuerposelocuentes.blog/single-post/2018/01/18/fronteras-del-cuerpo-gutural-de-estela-dos-santos al final del cual se puede leer el cuento completo
“El cuerpo en la letra”

por Liliana Lukin
“Gutural ”, relato de Estela Dos Santos publicado en 1965, en “Gutural y otros sonidos”, releído en estos últimos años, ha sido para mí una experiencia deslumbrante y aterradora, de diversas maneras deslumbrante, de diversas maneras aterradora..
Me propuse trabajar el tema de la representación del cuerpo en la literatura escrita por mujeres, pero también en libros no reeditados, de autoras cuyos nombres evocaran olvido, secreto, ignorancia: un apellido con alcurnia en las letras.
No hay en este gesto más que la pasión del exhumador de cuerpos: se que están allí, que no se ven, que dicen algo que no sabemos, que deseo conocer, que importa para pensar los cuerpos de una escritura que vino después. Tengo una intuición, no busco, cuando pienso qué quiero escribir es porque ya he encontrado. Entre la biblioteca de la memoria y el objeto en mis manos se traza un camino que confirmo cuando abro los libros, leo al azar, me asombro de una inteligencia, una mirada, un proyecto que son todavía, a mi entender, insuficientemente trabajados por nuestra literatura y por nuestras prácticas culturales en general.
Exhumar, hurgar, entrar en el pacto de una ficción que está en los bordes del pacto con la ficción: esto ofrece la escritura elegida.
Y es así porque el objeto de estos relatos no admite formas de representación que lo coloquen en el centro de ninguna ficción: es necesario forzarlo.
Ese objeto, el cuerpo, es el de una mujer en relación con otros cuerpos, y en esa relación la historia de su pérdida como sujeto, como persona, como hija de madre o padre.
Esta ficción cubre, por así decir, con su cuerpo, esos tres modos de la desaparición, la mujer, perpleja, es desestructurada por una violencia secreta, que procede por acumulación, que está solamente en la palabra, y que al narrar el proceso indetenible de una destrucción, labra una “poética de destino”.
No habla de algo inmodificable, pero lo instala en una coordenada entre la letra y la historia que disuelve toda metáfora:
Lo imposible ha sido dicho, lo insoportable ha sido dado a leer. La escritura como un “real” que provoca vértigo.
Gutural se abre, literalmente: “Las grandes puertas se abren innecesariamente porque yo no quiero entrar”.
Escandido por títulos, “La llegada”, “Lucidez”, “Un día de fiesta”, “Los muros”, en el centro, exacto, de esta arquitectura, como un episodio necesario: “La operación”, y ese es el núcleo, el lugar de hendidura y penetración, al que “La llegada de otra”, “La víspera”, “Tiempo” y “La partida” permiten recuperarse de haber sido abierto, como las grandes puertas.
Descenso, Vía Crucis, una serie de asociaciones con relatos de la literatura religiosa, pero también con testimonios sobre la tortura se imponen.
Gutural es una serie de exhaustivas exploraciones en la experiencia de la mutilación, el corte, la intervención sobre la carne: cama de hospital, miedo, impotencia, angustia, inmovilidad, insomnio, inconciencia, el mundo convertido en una sensación que no se puede tener.
El relato padece de la ausencia de explicaciones: ni por qué, ni para qué, ni cómo. Ese padecimiento del personaje y del cuerpo que lo sostiene será el del lector.
Porque Gutural consigue una paradoja: lo que el personaje no puede tener del mundo es lo que el lenguaje provoca en la lectura: una sensación cruda.
Lo que el personaje soporta como cuerpo se duplica en el efecto que provoca la operación poética: llegar al hueso desnudo sin atenuantes.
Gutural es la crónica de un rugido sordo que sólo oye quien ruge, pero que ensordece el alrededor de quien ruge: nada le será devuelvo en un código que el lenguaje logre reproducir. Todo se desvía en el camino, los contactos se vuelven utopía, no hay relación. Donde el mundo ofrece ella no estará, cuando ella espere no le será ofrecido, cuando se le ofrezca negará.
Gutural es también una investigación sobre la necesidad, como concepto. La necesidad es la única palabra que da lo que quita, el perno entre tener y no tener, es lo que hará del relato el mapa de una sistemática insatisfacción, el plano de un padecimiento sin medida..
El intercambio del adentro de un cuerpo escayolado hasta la médula con los bordes de ese cuerpo, de su envoltura, será ya una aventura del conocimiento y un desafío a las leyes de la física.
Ese cuerpo, acostado, rígido, se corresponderá con una mudez: lo que allí habla, lo que el texto construirá es el desolador registro de cada deseo y en ese movimiento, el registro atroz de la imposibilidad de desear. Si uno pareciera anular al otro, en esta escritura se produce el efecto contrario de una potenciación.
“Que pueden colgarme desnuda en una exposición, colgarme como una res de carnicero ante la multitud y soportaré” dice la recién llegada al infierno de los solos, los entregados, y si fuera una pregunta, Gutural responde qué, cuánto se puede soportar, cómo lo hace ella, ese sujeto del relato que apenas gime articulando.
Hay una posibilidad: una mano, una mirada, una madre. Las “hermanitas”, las “madres” que trafican consuelo de cama en cama han sido rechazadas por ella y ella pagará su soberbia. Una mano, una mirada, una madre es lo que no tendrá ahora que está dispuesta a aceptar. Tendrá en cambio silencio, oscuridad, el murmullo de su obsesión, la ausencia de compasión, la ira, el delirio de sus límites volcados, caída fuera de la cama, rompiendo su carcaza, ya rota su coraza.
Víctima otra vez de la violencia del cemento sobre la fragilidad de un lenguaje con que hablar de la carne.
En “La sombra del cuerpo del cochero”, de Peter Weis, un personaje vendado cambia sus vendas y ese ritual ensangrentado que pone a la vista una laceración, provee secreciones que enturbian el vendaje y ensucian el drenar de un lenguaje, instrumento únicamente de la descripción de esa operación. Ese modo de presentar un cuerpo, sus heridas, la escena sin narración de lo que debe doler, oler, arder, es obsceno en su exhibición.. Es obsceno porque está fuera de escena, sin máscara ni disfraz que opaquen lo enceguecedeor de una carne lastimada.
Gutural produce un efecto que incorpora a esa obscenidad la conciencia explícita del sufrimiento: casi un hiperrealismo en el modo de construcción de frases que no metaforizan, no adjetivan pero hacen el centro en una primera persona, el actor sobre el que se imprime la marca, el tajo, el corte, la primera persona de la protagonista que se coloca “desde afuera en el estupor, incapaz de quejido de protesta…”
Y es en esa incapacidad donde estallará la palabra única, la negación del sinónimo, del eufemismo, de la búsqueda lingüística: dolor duele dolor, digo.
Y Estela Dos Santos dice: ”Mil veces un dolor como un diente. Un millón de veces un dolor. La multiplicación hasta la locura. Hasta la inexistencia del número…..Nunca me romperé del todo nunca me moriré”, una operación matemática que concluye en un principio de eternidad.
“Yo existo fuera de mi cuerpo”, dice también y la insoportable enumeración de los actos a que ese cuerpo fuera sometido son discurso, pero sangran, se sacuden, adquieren la cualidad de un referente vivo: ese otro borde del trabajo sobre el cuerpo es el que inclina este texto hacia lo biográfico. Cierta sospecha de que escribir así, y en ese adverbio está lo irreproducible de un efecto de lectura, es posible sólo si se lo ha vivido. Sospecha malsana para la literatura, que aparecería cuestionada en su posibilidad de escribir sobre el cuerpo en un límite que no es sólo el de los géneros o los pactos de lectura.
Gutural separa las aguas: “Yo soy partes”, dice, como Rimbaud podía decir “Yo soy Otro” y de manera memorable muestra los procedimientos que cosen el cuerpo con el cuerpo, la palabra con la palabra, las formas de hablar del horror con el horrror de hablar del horror.
Porque de todos los estados del cuerpo, el paradigma que Gutural desmenuza como las migas que dificultosamente traga la paciente, es el de un cuerpo sometido por las sucesivas restricciones del mundo hospitalario. No de un mundo hospitalario.
Hostil hospital, mundo de pinzas y planchas de acero y correas y camas de postración: objetos filosos, utensilios metálicos, luces hirientes, actos necesarios, crueles, justificados que hacen del cuerpo de “La llegada” una desaparición: “ ya estoy seca y agotada, que ya no me quedan rastros de lo que fui, que me aplastaron “, una carne humillada sin remedio por la violación de no saber qué le hacían, desnuda, desnuda en el lenguaje esos instrumentos como adjetivos o figuras retóricas.
El borramiento del sujeto que el texto había operado, en “La partida” se dibuja de nuevo en una frase: “Me traen mi ropa”.
El sujeto se recupera a sí mismo en el momento en que recupera su cuerpo, en que puede volver a vestirlo: el personaje va a salir del texto. El texto dejará de construir la escritura de una intervención sobre su carne.
Dice “No puedo despedirme de mí ni con un balbuceo”. Y es que Gutural es el ronroneo del motor destrozado de una obsesión, pero el dolor, en esta paradoja, o es un alarido o es la mudez, y el cese momentáneo de la operación sobre un cuerpo no devuelve la música.
Yo soy Otra, digo yo que dice Estela Dos Santos, que apenas puedo hablar de esa que fue puro cuerpo, porque escribir me ha quitado la voz.