Sobre su obra

Como se lleva a un niño, de Liliana Lukin

De la presentación del libro
Por Graciela Cros

Me pasó, al leer Como se lleva a un niño, y pensar en estas palabras que voy a referirles, estas impresiones o apuntes surgidos de la lectura, que sentí la necesidad de titularlas, tal vez porque me deleitan los títulos o porque leer el libro me instó a hacerlo. Para ser fiel a ese impulso titulé y hasta colgué un epígrafe inicial tomados de la misma poesía de Liliana:
Los príncipes rusos en su palacio de melancolía
Lo que no se parte en dos no estaba /entero en sus mitades

Y siguiendo esa metodología del afán por las citas, no puedo dejar de señalar la que da título y es eje de toda la obra, la de Jacques Derrida que sostiene:
…hay que llevar el duelo como se lleva a un niño.
Y la que sigue que dice:
Para que algo ocurra, algo debe partir. La primera figura de la esperanza es el miedo, la primera aparición de lo nuevo es el espanto, y es de Heiner Müller.

A partir de este bastidor, entre el miedo y el espanto, entre la esperanza y lo nuevo, con la partida del otro amado entre las manos, avanza esta experiencia del dolor de Liliana Lukin -que declara con firmeza no tener tradiciones en el dolor porque su medida se adelanta, se excede, porque no reconoce las Escrituras- experiencia que avanza y se apoya en la solvente poética de su voz para construir a través de 50 poemas un archivo del amor que se volvió visual,/ oral y pensativo, como lo llama.

Hay música en la muerte, nos dice: hay una canción que no escuchamos, una turbia melodía de la que igual arrancamos pedacitos de carne para morder porque, sabemos, la ley del cuerpo no se ignora. Ninguna ley me da letra ni motivo, es el cuerpo el que pide más, concluye. Se puede seguir estando en este mundo, señala luego, pero el adjetivo no es “mío”, ni el verbo es “soy”, ni el pronombre es “yo”.

“El plan es ofrecer al otro un respiro ante el dolor del mundo. No la felicidad sino un descanso físico ante la enorme responsabilidad de los cuerpos hacia el dolor” dice John Berger. Y ahí están estos príncipes rusos/… en su palacio de melancolía/ capaces de vivir un amor salvaje entre buenos modales/… y sostener sus cuerpos en estado de gracia. Este afinado procedimiento de delicadeza en el desgarro, esta belleza en las imágenes evocadas para el ojo que ya no la ve, este escribir cartas que el ser amado no recibirá, forman parte de una arquitectura poética de larga y consolidada impronta a la que podemos reconocer y llamar sin dubitar “lukiniana”. Porque es Liliana, Lukin, la poeta, la que en cada obra nos ofrece un fresco íntimo, impresionista y a la vez preciso, minucioso, revelador, al que necesitamos volver una y otra vez porque en esos textos meditados y sensuales descubrimos cartas preciosas dirigidas a nosotros por nosotros mismos pero escritas por ella, descubrimos poemas que nos hubiera gustado escribir y que nos ayudan a iluminar nuestras zonas cifradas y por lo mismo, a celebrar.

La poeta que se llama a sí misma, y para siempre, pensativa, da a la escritura el poder de protegerla ante la amenaza del olvido. Escribo estos poemas para no olvidar, señala, “… abierta en dos,/ cortada justo al medio de lo que fue su vida.” Tomada por el miedo a perder algo más fuerte que la misma pérdida, su recordación. La recordación de ese testigo ausente la hace avanzar en la incertidumbre, con ese único cielo sobre su cabeza como compañía. Sangra por la herida, la que declara ser sola, igual envía mensajes a otros mundos y la poesía la acompaña aunque, sabe, muy bien que ninguna historia de amor se termina con una palabra. Reconozco, geográficamente reconozco, porque lo hemos hablado y es un tesoro, secreto, compartido entre las dos, ese Buen Lugar de arena blanca y amendoeiras, y aunque nunca conocí a Gustavo personalmente, puedo imaginarlo allí, junto a ella, en ese refugio que, aún con sus vacíos, sigue siendo un buen lugar.

Ella, la poeta pensada por sus pensamientos, se siente, ahora, en la travesía de estas conmovedoras y logradas estaciones del amor, su pensativa. Lleva la ausencia del otro como se lleva a un niño, lo mece en sus brazos, lo crece y alimenta para llegar a comprobar que es en el papel donde sucede nuevamente. La filigrana del pensar se materializa como sistema en la filigrana de la palabra para plantar sobre el mundo esa recordación del buen vivir que hubo entre ellos, dejar constancia con mesura y sin romantizar, limpia de dramatismo, con elegancia, la estrecha forma en la que estuvieron envueltos el uno con el otro. Es un duelo y hay tristeza porque una idea es más recordación que una imagen. Así tuerce y retuerce el sentido para obtener un elixir amargo que bebe como tomando a su salud, perdida, lo que quedó sin tomar y se afana en la búsqueda de una compensación a ese hueco que asoma y se visibiliza en su costado.

Esta es su más reciente carnadura, su historia, su deriva, y la voz del ausente en ese juego teatral de acotaciones escénicas le pide: “Escribí, escribí”…”un poco más al centro, bajo las luces,/ mirando hacia adelante, como si me vieras”. Y nos deja, la pensativa, temblorosos y conmovidos por esta excelencia en la canción del duelo, esta virtuosa eficacia en la partitura que ejecuta y da cuenta de su recordación, “de nuevo atenta al niño que lleva de la mano”, y porque entre la pena y la nada elige la pena, ya que “Nada es demasiado”, nos explica, y cerramos el libro y, la poesía y nosotros, los lectores, lo agradecemos con fervor. Gracias.