Sobre su obra

Rumor del gineceo

En IX Jornadas de Investigación, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, 1994
Por Jorge Monteleone

Entremos a la casa ateniense. Atravesando el ancho portal, desde el atrio, divisamos las columnas del peristilo y la luz que viene de lo alto abriendo su ámbito. Hay un vago olor a estiércol, el olor acre de los establos, desmintiendo la limpieza de las voces que llegan de las habitaciones próximas. Voces seguras y festivas que no se demoran en la duda. Estamos en el androceo, la zona de la casa donde se hallan los cuartos destinados a los hombres -huéspedes, esclavos, familiares-. Vamos hasta el mégaron, la gran estancia donde arde el hogar, donde tienen lugar los banquetes y se celebran las decisiones y los acuerdos. Y de pronto estamos ante una sólida cancela que divide la casa en dos mitades. Hay en la otra parte otro peristilo, otro patio claro y otras habitaciones. Aquí no están los hombres. El único que accede a la sala conyugal que se halla a mano derecha, es el señor de la casa. La rodean los cuartos de las hijas no casadas y desde la habitación de los cónyuges se accede a las grandes salas de las esclavas. Estamos en el gineceo, la zona destinada a las mujeres, donde pasan casi todo el día. Están los niños, su madre y las nodrizas. Los cuartos están enlosados y las paredes pintadas. Algunas señoras honestas se permiten allí el uso de esas túnicas cortas y ligeras que en público usan cierto tipo de mujeres. Se oyen apenas esos roces, esas aguas que caen sobre los cabellos, los afeites rozando las mejillas y las vocecitas de los niños. Sólo allí hay espejos, porque a veces no es éste el reino de lo útil sino el de la plática gratuita sobre el color y la pequeñez del rizo. Nadie grita aquí y las órdenes no van más allá de la cancela. Pero hay un rumor, un rumor solo que lentamente se detiene a la sombra de las columnas y llega desde el gineceo.
Ésta es nuestra escena primaria. El espacio griego tiende a crear la neutralidad aparente de un origen y, en tal sentido, obra como imagen unificadora. En ella hay

  • En Elsa Noya y Sylvia Iparraguirre (Comp.), Otras miradas, otras lecturas , IX Jornadas de Investigación, Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, 1994, pp. 101-104.
    voces -masculinas, femeninas- y un espacio delimitado que las distribuye. Hay relaciones de dominio, determinaciones e impregnaciones mutuas. La barrera -la cancela, elemento a la vez material y simbólico- es establecida y sólo traspasada por quien fija las reglas del contrato conyugal. Hay dos salas de importancia: el mégaron y la habitación matrimonial. En ambas se manifiesta el poder masculino, ya que la primera es el centro virtual del hogar -y, de hecho, incorpora el fuego- mientras la segunda es la única que en el gineceo puede ocupar el hombre, que es cabeza de familia. Centro jerárquico por un lado y zona de su derecho sexual y familiar por el otro. El espacio debido a la crianza de los niños, a los afeites de la seducción y la belleza es un sitio recóndito, apartado, improductivo y ocioso. Allí el tiempo circula en los espejos que eluden la vejez, en los vientres que se comban, en la lengua materna que en cada hijo crece, en la pubescencia y las cabelleras. El orden de la casa griega es, etimológicamente, económico: oikos es hogar y casa. En la Económica Jenofonte se refiere al modo de administrar el patrimonio. Foucault estudia ese texto en la segunda parte de su Historia de la sexualidad (Foucault, 1986, 132-171). La Económica estaba dirigida a los propietarios de tierras. El oikos comprendía los campos y los bienes y, en consecuencia, dirigir el oikos era ejercer el mando, lo cual no era muy distinto del poder ejercido en la ciudad. El arte doméstico se correspondía con el arte político y con el militar. Es claro entonces que el espacio hogareño es el primer núcleo del poder y que el rol de la mujer, en ese orden, es responsabilidad del esposo propietario. Su primera función es pedagógica: formar a la esposa para que resguarde y regule los bienes de la casa, para que abrigue y almacene. La asociación que posteriormente se establecía a partir de sus funciones, no dependía de los individuos, sino del mismo orden económico. Pero este orden era natural: “la divinidad adaptó, desde el principio, la naturaleza de la mujer a los trabajos y los cuidados del interior, la del hombre a los del exterior” (1986, 146). La coquetería es reprobada ya que esa comunidad excluye el engaño. Los afeites son un artificio y la atracción de los cuerpos debe ser natural y, en todo caso, la belleza no correspondería a esos cuidados, sino al desempeño cabal de sus trabajos hogareños. Lo cual, sumado a su vestimenta, a su preeminencia sobre el resto de las mujeres de la casa y a su voluntad de agradar, proporciona una hermosura verdadera.
    La fidelidad también se desprende de este orden, pero en el hombre es dominio, mientras que en la mujer es obediencia. La reciprocidad proviene de sus posiciones
    desiguales, de una disimetría: el marido manda, se gobierna y gobierna a una dueña de casa que responde a ese mando con sumisión y acuerdo.
    Al postular la casa griega como escena primaria estamos lejos de intentar una referencia arqueológica, pero proponemos, en cambio, un topos referido a un discurso. Lo hacemos a partir del cruce entre zona y voz, entre sujeto y espacio, entre enunciado y límite. De hecho, la noción misma de enunciado admite una lectura topológica: se precisa ligado a cierto campo de emergencia, en él se establece una particular posición de sujeto, existe toda vez que se integre en un espacio enunciativo colateral y, en fin, obedece a una materialidad que le permite repetirse en condiciones estrictas (Foucault, 1987, 146-177). El topos permite concretar en una figura espacial el correlato imaginario de la modalidad discursiva. La zona femenina atribuida a la casa ateniense representa, de un modo esquemático pero articulado, un conjunto de valores, comportamientos, atribuciones y roles que definen el estado subalterno de la mujer. En consecuencia, manifiesta la precaria situación discursiva a la que arrojan las desigualdades de una ley que no legisló. En virtud de esta situación de larga data, basada en el orden patriarcal que detenta el poder y la palabra, Ursula K. Le Guin subrayó el aspecto anárquico del principio femenino. Este principio anárquico, escribe, “valora el orden sin constreñimiento, el gobierno mediante la costumbre y no mediante la fuerza. Es el hombre quien impone el orden, quien construye estructuras de poder, quien fija, impone y rompe leyes” (Le Guin, 1984, 32).
    En la poesía argentina más reciente escrita por mujeres, puede hallarse una explícita exploración discursiva que se aventura en la inestable proyección de una nueva subjetividad. Indagación de un enunciado poético femenino que se vincula, a menudo, con un espacio privilegiado o, al menos, con un circuito en el cual el sujeto imaginario se posiciona. La poesía femenina subvierte un lenguaje que le fue ajeno en el intercambio histórico de bienes simbólicos y que fijó para ella la mudez o la aquiescencia. El lento rumor que llega desde el gineceo corroe la cancela, desvía la atención y desalienta el mando del propietario. Propietario- productor y hablante supremo que fija la gramática de su poder. Pero, en un ensayo de 1988, Diana Bellessi advierte: “Bajo cada épica escrita, pulsa y susurra su contratexto: el habla y la escritura de las mujeres. Reconocerla, desenmudecerla, integrarla luego a la voz altisonante que restalla en la superficie social, fundar una nueva escritura y probablemente un mundo nuevo. Exige el descenso a una misma, con un discurso prestado: el del productor. La revisión de la propia vida, frente al espejo de las vidas de todas las mujeres de la
    historia” (1988, 9). Susurro contra voz altisonante. La malicia masculina, en la menesterosa confidencia de las peluquerías o de los cafés, alude al “cotorreo” de las mujeres cuando se reúnen y parecen hablar al mismo tiempo. La estética de las voces superpuestas es la límpida lección que se opone a esa injuria. En Buena travesía, buena ventura pequeña Uli, de Diana Bellessi, fechado en 1974 pero reescrito y publicado en 1991, no hay una voz dominante, sino un coro virtual, cifrado en nombres y hechos y dramas y amores de mujeres que, sucesiva o simultáneamente, irisan la escritura continua, donde los signos de puntuación desaparecen. En esos blancos, en esas pausas va eslabonándose, como una azarosa memoria, el habla femenina. Un nombre, como una invocación, la apela: Uli. Imanta las miríadas de imágenes que pueblan el poema y que van cubriendo, con regueros de palabras, la distancia entre los textos y el paisaje exterior del mundo. Uli: figura de figuras imaginarias. Dibuja “el dibujito”, ese otro paisaje tembloroso e infantil donde las líneas convergen y divergen en numerosos recuerdos. Pero a la vez un nombre de mujer está tatuado en el corazón de Uli: Nadia, memoria de un amor. Y, a la vez, las vidas femeninas, como “huellas de infinitas historias de desgracias”, están tatuadas en el cuerpo de Una. Entrelazadas en la línea del tatuaje, una escribe en la otra, una dice a la otra. Uli, Nadia, Una; tres nombres, tres voces que se atraviesan mutuamente y que vuelven al poema cambiante y móvil, como una espesura de ecos. Una canta, Una es el cuerpo del poema que recorre Uli, en cuyo corazón está y no está Nadia. Uli: reserva de todas las imágenes; Nadia: lugar vacío y latencia de la amada; Una: voz de la transformación poética. Uli: múltiple; Nadia: nadie; Una: sola. Estos sujetos vinculados en la escritura producen una dicción que no puede atribuirse a nadie en particular, pero sí a todas las voces. Entre la multiplicidad asertiva de la imaginación que representa Uli y el vacío vivido de la memoria amorosa que representa Nadia, se pronuncia la voz plural del canto de Una, de cada una, al proponer su utopía: contar “las vidas de todas las mujeres de la historia”.
    El rumor, el susurro, la multiplicidad de voces que sigilosamente irrumpen en el lenguaje dominante guarda relación con el habla femenina en la dialéctica de mudez y afirmación. La cercanía de lo poético es hacedera toda vez que su estatuto es afín a lo femenino. Si pensamos en el esquema teórico que Julia Kristeva utilizó para describir el lenguaje poético, tributario tanto del psicoanálisis como de la fenomenología, sería posible advertir que el elemento heterogéneo, previo al signo, es un principio femenino. La chora semiótica -proveniente del Timeo de Platón- es un receptáculo innombrable, anterior a la nominación, que debe ser connotado como maternal. Esta noción representa
    el elemento heterogéneo que introduce en el enunciado las huellas de los procesos pulsionales y los arcaísmos corporales (semióticos, ya que semeion es huella), vinculados con los ritmos, las repeticiones, entonaciones que, por ejemplo, pueden advertirse genéticamente en los estadios pre-fonológicos del lenguaje de los niños, anteriores a los primeros fonemas, morfemas y frases. Este elemento semiótico altera el aspecto simbólico del enunciado, que corresponde a la función de nominación, ya socializada y a la instauración del sentido. Por supuesto, Kristeva vincula la función semiótica con el momento previo al estadio del espejo y la función simbólica con la ley del Padre. El lenguaje poético comprende ambas funciones, pero en este esquema, aquello que precipita los rasgos propios de la poeticidad -el ritmo, las equivalencias, el extrañamiento lingüístico, las duplicidades, las fragmentaciones- está representado por la chora semiótica (Kristeva, 1974, 17-49). Receptáculo maternal aliado a la adquisición corporal de la lengua materna, la poeticidad misma de lo femenino atraviesa el lenguaje de la ley. Y lo atraviesa como rumor, como multiplicidad. En un breve ensayo aparecido en El texto silencioso, “Bordado y costura del texto”, Tamara Kamenszain escribe: “Si la escritura y el silencio se reconocen uno a otro en ese camino que los separa del habla, la mujer, silenciosa por tradición, está cerca de la escritura. Silenciosa porque su acceso al habla nació en el cuchicheo y el susurro, para desandar el microfónico mundo de las verdades altisonantes. Tan callada y lateral fue siempre su relación con la marcialidad de los discursos establecidos, que los hombres, paradójicamente, calificaron a la mujer de ‘muy platicadora’. Y plática no sería otra cosa que esa enmarañada mezcla de niveles discursivos cuyo decir, como objeto, es la nada” (1983, 76). Tamara Kamenszain retoma los valores cristalizados de lo femenino, que apuntamos ya a partir del espacio imaginario de la casa, revirtiéndolos como rasgos propios de una poeticidad originaria que sostiene la escritura. Estos rasgos corresponden a la oralidad, maternal por excelencia, de la cual se deriva tanto el aprendizaje de la lengua como el de la escritura. A la vez, el espacio artesanal del hogar, en sus atenciones al detalle, a los actos del coser y del bordar, a la obsesión por los cuidados domésticos, se vuelve metáfora de la escritura: “Ya es casi parte del sentido común -escribe- comparar el texto con un tejido, a la construcción del relato con una costura, al modo de adjetivar un poema con la acción de bordar” (1983, 77). Así, los textos artesanales y femeninos de Góngora y de Lezama Lima, escriben la memoria de esos actos a través de la lengua materna. Memoria adquirida en la plática y la sala de estar, el registro escrito de las mujeres halló su familiaridad en el diario íntimo, en las recetas de
    cocina y en las cartas. Mediante este recurso poético, Tamara Kamenszain se apropia de la estética barroca -que no olvida el modelo de Sor Juana- y transfigura el espacio del hogar en zona de transformaciones lingüísticas y de espejeos subjetivos. Los títulos de sus dos últimos libros son ejemplares: La casa grande (1986) y Vida de living (1991). Allí el sistema fijo de referencias corresponde al hogar y la familia mientras que los patrones métricos corresponden al endecasílabo. Pero estas formas son vaciadas mediante el sintomático borramiento de la fijeza con la inestable cadena de los ecos, de las reiteraciones pronunciadas en la lengua de los ancestros con matices diferenciales, una gramática incierta y un ritmo alterado. “Se interna sigilosa la sujeta/ -se lee en La casa grande- en su revés, y una ficción fabrica/ cuando se sueña. Diurna, de memoria,/ si narra esa película la dobla/ al viejo idioma original. (Escucha/ un verbo infantil el que descifra/ una suma que es cifra de durmientes/ delirios conjugados en pasado)” (1986, 23).
    Liliana Lukin también representa el espacio del hogar -la maternidad, los hijos, la infancia, el matrimonio- como una zona discursiva donde el sujeto mujer oscila en un juego de afirmación y desmarcación . La serie de poemas de Carne de tesoro (1990) está enmarcada por dos “cartas”, que representan, otra vez, el registro escrito de lo familiar, como insinuaba Tamara Kamenszain. Este registro se magnifica en el último libro de Lukin, Cartas (1992) donde, por otra parte, se reproducen esos poemas que fijaban en Carne de tesoro el linde escritural de lo hogareño. En Cartas el mundo de objetos y de vínculos de Carne de tesoro se vuelve huérfano de anécdota y prevalece una austera música de la sintaxis, una ausencia de figuración que se funda de algún modo en la vacuidad. En estos poemas el sujeto también oscila y siempre parece estar en el lugar equivocado. Entre-dicho, nunca en reposo, tensado entre lo que es y lo que espera ser: “Sabrás sin duda que escribiré una carta/ esperarás de este vacío una escritura: cumplo sin más/ persistir en la infelicidad de estar perdida ser/ (en un lugar al sol)/ el hueco de unas letras ruidosas/ una voz como música atonal a mis alrededores ciegos” (1992, 28). Voz que abre el espacio de la confidencia y la reserva, habla apartada de la dicción masculina que legisla y manda. En Cartas no sólo se explora esta voz, sino también su alteridad y su destino. Tres sujetos la sitúan, como en el libro de Bellessi, pero de muy diversa índole aunque nunca apartados de la complicidad del nosotras. El yo-mujer, que enuncia. La destinataria -la mayoría de los poemas se inician “mi querida”. Y el hombre, que demanda. Se lee: “y ese hombre ahora ha pedido una carta:/ yo le escribo ésta para vos donde está ausente” (1992, 29). El yo-mujer, sujeto
    del desasosiego -equivalente a “la sujeta” -de Tamara Kamenszain-, entre el deseo y la costumbre, resistente y extraña, se dirige a la que parece ser su doble, su otro yo, y el texto se vuelve circular y compartido. A la vez, el hombre -obstáculo y querencia, cerco y deseo, olvido y necesidad- pide y atiende ese discurso sospechoso que lo busca pero que no se le dirige: “ser el otro de nosotras es poca cosa/ y ellos siempre querrán ser una más” (1992, 31). Como es obvio, estos poemas no son cartas, pero con sabia delicadeza problematizan los términos de su retórica. Orientando hacia la lírica los rasgos extremos de la epístola amorosa -ausencia, indecisión pronominal, discurso femenino, alteridad- Liliana Lukin inscribe su escritura en el vacío con que se define negativamente a la mujer y desbarata los clichés culturales que la aluden: carencia, hendidura, grieta, falta. Y escribe: “(En su falla lo femenino estalla)” (1992, 61). Rumor del gineceo, rumor anárquico del susurro que herrumbra la cancela, que sale a la calle cargado de voces acústicas, que moja los días con sus nombres nuevos.