Sobre su obra

Como se lleva a un niño, de Liliana Lukin

De la presentación del libro
Por Laura Klein

Hay una relación íntima de Liliana Lukin, de la poesía de Liliana Lukin, con el ensayo. Pienso (voy a citar de memoria) que estaba ya presente en Cartas, más explícitamente en La ética demostrada según el orden poético, y desde el mismo título en Ensayo sobre la piel. Ensayo: el género herético del pensamiento, la aserción de que para pensar es preciso desvariar, desviarse del camino –porque no hay camino-, transgredir los géneros y sus fronteras, poetizar –porque no otra cosa es pensar. Entonces el recurso a la metáfora pierde su piso de apoyo y las representaciones, soltadas de sus referentes, revelan su carácter mistificador. Lukin echa estos dados sobre la mesa, sus textos articulan la apuesta de una poética expuesta a las preguntas que la vida nos plantea para que nadie, una vez cerrado el libro, las responda. Lo que importa es albergarlas, parece decir una y otra vez, hacerles lugar en la página, convertirlas en un don.

“Escribir su ausencia en mí”: este es el programa que se propuso Lukin en este libro. Que no iba a escribir de la muerte. Que iba a escribir la ausencia, ese efecto de una “emoción sin cuerpo”, convertirla en escritura. Clavar la ausencia más allá de los recuerdos, en ese otro cuerpo, siempre más abstruso o más obtuso, de la lengua. Esta negativa va a tener su reverso desde la primera línea del primer poema donde se presenta como quien ha visto dos veces con sus ojos los trabajos de la muerte: en un caso echando el rostro del hermano hacia atrás y adentro, en el otro retirando la voluntad del amado. Uno, mudo, “pura máscara de lo que queda”; el otro, cansado, regresa hacia sí mismo, “avisa que se va”.

Esta desproporción recorre todo el libro en un Número Dos que ya no tiene dos mitades. No sólo la muerte se desdobla en dos trabajos cuyas desgracias no son comparables. También el cuerpo y la vida se rajan de manera despareja, inconmensurable. En vez de la “media naranja” de la fábula de los encuentros felices, la que quedó sola cuelga su “media res” de los rieles del desfiladero en que se ha convertido su vida. “Lo que no se parte en dos no estaba entero en sus mitades”: desolación de un descubrimento siempre a posteriori, cuando la partida de uno pondrá en evidencia que, como morimos solos, nada puede partirse en dos, ya que la nada no es parte de ningún entero y el espejo del otro nunca más nos devolverá la mirada. (Cómo somos, cómo estamos ahí, qué me ves, para qué hoy.) Las miradas que ya no se encuentran, la que vive y recuerda y la que no vive y es recordada, dejaron de cruzarse y ahora se bifurcan en “una vida flotante en el afuera y otra inmóvil entre nos”.

Tal vez en este diverger interminable, siguiendo hasta el final esta ínfima insalvable creciente brecha, podamos remontarnos hasta el epígrafe de Derrida que da nombre al libro: “… hay que llevar el duelo como se lleva a un niño”.

¿Qué tienen que ver los niños con el duelo? Precisamente la infancia, esa figura de los comienzos con todo abierto por venir, ¿convertida en el parámetro de cómo transitar la muerte, el arrancamiento de la carne del amor? ¿Un duelo como comienzo de algo? O este duelo que quiere, y puede llevarse como a un niño ¿empezó a forjarse cientos de capas atrás, en una ausencia que ahora es la sombra imposible de la presencia de la luz?

Más que una pulseada entre la escritura y el dolor, el programa planteado por Liliana Lukin es acoger el resplandor de las imágenes para descargarlas una y otra vez en palabras, garfios suaves. ¿Escribe Lukin entonces para salir de las imágenes? Si “sólo el resplandor de una imagen puede traer una cadena de recuerdos”, se trataría de desencadenarlos para que exista la ausencia. Desfondarlos ahí, en una ausencia definida en el poema 33 como “una tabla lisa para deslizarse”. Para que las imágenes se inscriban como cuerpo, letra, sintaxis, oración, “dolor sin tradiciones”. Un dolor que me trae estos versos de Pedro Salinas: “Los muertos sin besar no conocen el filo de la separación. El separarse es dos bocas que se apartan contra todo su sino de estar besando siempre. Y por eso las bocas que ya besaron son sus favoritas. Tienen más vida que quitar”.

Así, el cuerpo separado del cuerpo amado invierte la fórmula de la sepultura y mete la cabeza en una urna de aire. Necesita una piedra en el camino para sentir el camino. “Esa lengua que no aprendí habla por mí”. Todo a la vista, y “nunca tu voz”. El oído y el tacto, los dos sentidos con que la muerte nos deja huérfanos de recuerdos. Entonces: “el amor se volvió visual, oral y pensativo”.

La delicadeza con que la poeta realiza el tratamiento de la ausencia es una tregua, sabe que hay astillas acechando en la lisura de ese tobogán: el Tiempo con “el futuro detrás y el pasado delante”. Sin embargo, ese desequilibrio, dice el antepenúltimo poema, forma parte de la vida: “las plantas pierden su bienestar cuando tienen hojas secas:/ la fuerza que esa rama pide, aún muriendo, es provista / por lo verde, erguido, del resto”. Aún muriendo, provista.

Ni las imágenes ni el poema pueden rescatar de la nada al muerto que no volverá: en cada foto suya donde un vivo posa los ojos muere de nuevo y en cada letra arañada al papel se consuma un simulacro del amor. Pero como termina el poema 13: “la física no escribe poemas”. La vida, más injusta que la muerte, hace vivir al palo seco.