Sobre su obra

ENSAYO SOBRE EL PODER y EL LIBRO DEL BUEN AMOR,

De la presentación de los libros, 21/9/2015
Luis Osvaldo Tedesco

Dos nuevos libros para la poesía, dos escenarios para el despliegue del animal lingüístico que Liliana Lukin nos propone. No es una propuesta amable, consoladora, retóricamente esperanzada. Tampoco es una propuesta que se apoye en el comodín progresista que tantas veces anida en los vaivenes estratégicos de lo políticamente correcto. Es simple: su voz es una voz desesperada y pretende, como toda poesía, que nuestra voz traduzca la suya, sea que la leamos en murmullo alto o leve, o simplemente mudo, templando en la lectura el temblor gráfico de su despliegue conceptual, siempre anímico, siempre sacudido por la conjetura emocional.
De todos modos, algo intemperante, invasivo, una transfusión del idioma alerta al lector precavido: la molicie, la costumbre de los buenos pensamientos acordados, estalla, y no dejará de estallar, ante la lectura de cada verso, de cada estrofa, de cada página de estos dos libros que no fueron escritos desde la inmanencia afectiva ni para el decoro de la inteligencia.
Una buena lectura, se me ocurre, es propiciadora de una extensión personal de lo leído. Y no puedo dejar de mencionar, en este sentido, el maravilloso posfacio de Claudio Martyniuk a Ensayo Sobre El Poder, modelo de improvisación recreadora, que culmina con un fragmento de la nota modestamente puesta al pie de página: “De la lectura de… Liliana Lukin, del desgarro de su poética, quedaron estas líneas atropelladas, que en su tránsito van perdiendo la sustancia de lobos y corderos en manos y bocas marchitas, frustradas en su búsqueda del zarpazo definitivo. En ellas, bajo cierto aire de tormento, se advertirá el uso de hachas desafiladas, herramientas kantianas absurdas en un deforestado bosquecillo hegeliano…”
Vale la pena destacar, en estos dos libros, la selecta y abundante cantidad de citas que preceden, alternan y de algún modo complementan el trayecto de los poemas. No se trata de un alarde erudito de la autora: son un homenaje a sus lecturas y la prueba de un sincero reconocimiento al pensamiento de quienes acompañaron su martillar sobre el idioma. Por ejemplo, al comienzo de Ensayo Sobre El Poder, se lee, de George Bataille: “Ya no podemos amar nada, estimar nada, que tenga la marca de la sumisión”. Y a continuación, de Primo Levi: “Nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento”. Sin embargo, en la lectura del libro, tanto la marca de la sumisión como el consentimiento (en muchos sentidos, tan nuestro el consentimiento, nuestra aceptación de lo viable como excusa ante el sacrificio de lo deseable) compondrán ese friso de la fatalidad -que no dudo en llamar criminal- con que Liliana Lukin escenifica el amor del lobo por el cordero: “El amor del lobo por el cordero, / es una herramienta que sangra (…) en lo que queda desgarrado del cordero”. Hay una palabra, “herramienta”, que me parece fundamental. El lobo posee una herramienta, una genética de ataque, en tanto el cordero solo es “pura carne, puro sentimiento / blanco, blando, frágil…” El lobo, además, tiene alternativas: puede dudar “antes de dar la dentellada” y, curiosamente, como patrón condolido ante el espectáculo de las vidas de mierda que su poder de acumulación provoca, se permite amar “la piedad que no conoce,/adivinada en el momento del zarpazo definitivo”.
Nada detiene ni el poder DE poder, ni el poder DEL poder, eso mismo que está ausente en el cordero, eso mismo que lo convierte en rebaño: “ser el objeto de un deseo,/ que solo se sacia en el sacrificio”. El poema no subjetiviza ni reduce a una confrontación individual la relación desigual entre el lobo y el cordero. Es el lobo por un lado, con su herramienta (es decir, su amor criminal e insaciable, su voracidad) frente al rebaño. Son dos naturalezas, pero una de ellas tiene el poder, todo el poder, incluso el poder de amar o sentir piedad antes de embriagarse con los sabores de la víctima, que no es una, ni alguien, es los Nadie devorados para que la musculatura del poder se vuelva más y más gigantesca con sus cuatro ingestas diarias de pasión colectiva: “el lobo es / la metáfora de otra cosa: comienza / con palabras como amor, y termina / con la muerte de alguna pasión colectiva”.
El lobo, dije antes, tiene opciones. Una de ellas es no ser totalmente feliz : “El pelaje del lobo está hecho para la caricia que no conocerá”. Aquí me permito agregar que el lobo, como cualquier ser vivo, procrea, y siendo lobo, procrea con la loba, donde no necesita matar, donde le es dado penetrar en el lugar hospitalario que la especie reserva para su propagación. Y es aquí donde el cinismo que Liliana Lukin adjudica al lobo revela el inexistir de lo político cuando el poder encarna todas las variedades del deseo y también las de la acción: “Inevitablemente, el lobo ama / el amor en el cordero, pero más los brazos que cargan / al cordero, las manos que se deslizan por su lomo, / la paz de ser el perseguido y no el perseguidor”. Envidiar la debilidad del perseguido puede señalar, momentáneamente, cierto cansancio en la voluntad de matar, y el deseo, supongo que para el discurrir justiciero del lobo, más que merecido, de unas vacaciones para templar el ánimo y luego proseguir con la masacre.
Hay otra palabra clave en esta construcción lírico-conceptual -que no se niega la posibilidad lúdica de presentar una escena con secuencias que recuerdan el juego terrorífico entre lo verosímil y lo inverosímil del dibujo animado-, una palabra, sí, más que frecuente en la retórica comercial y también institucional, puesta como ariete imprescindible de eso que algunos llaman progreso y otros, más exigentes, resumen civilizatorio. Me refiero a la palabra “pacto”, que Liliana utiliza en el poema final de Ensayo Sobre El Poder, y que tiene como protagonista antagónico la ferocidad del saber que, aún en la constatación de la desesperanza, no renuncia a mantener su resistencia de conciencia desgraciada: “Toda marca al final del pacto, una firma / hecha con los dientes, aleja al mordedor / de la letra. Ni el símil entre piel y papel / permitirá engañarse: de lo humano imaginado / en el amor de esa marca, no hay más que terror”. Somos rehenes de un pacto de terror: saberlo no nos alivia porque también sabemos que en ese pacto somos mordidos, día a día, instante tras instante, por la astucia del poder, el lobo civilizado que acecha en la letra chica de ese pacto de desactivación de nuestras hilachas subversivas, que el orden nos ofrece como única alternativa, antes, por supuesto, de ser desgarrados como el débil, el bello cordero de la fábula infantil.
“Allí donde no podemos hacer nada, podemos al menos sentir inagotablemente”. Así preludia Vladimir Yankélévich El Libro Del Buen Amor, título irónico ya que nada tiene que ver este buen amor con la contienda entre el amor a Dios y el amor carnal propuesta por el Arcipreste de Hita como escarnio para la salvación de las almas.
Liliana Lukin va más al fondo de esta confrontación. Su texto se instala en el escalofrío que produce la derrota -“en el centro del remolino”, escribe- de cualquier contendiente, de cualquier actividad. No hay acción de disfrute que no contenga, en su continuidad de cosa, hecho encriptado, el virus de la aflicción. “He disfrutado del poder de poder: asqueada me escucho gritar y me padezco ante el oído ciego de lo hermanado que se desgarra”. Hay una larva, una “larva inacabable”, desconocida, donde esta derrota señaló el comienzo de la desventura de lo viviente. ¿Tendrá que ver esto con el grito de Zaratustra: ¡Dios ha muerto!, de modo que la inmundicia del olor a muerto de un ser todopoderoso se cuela en las ruinas solemnes de la historia y en las grietas atormentadas de la conciencia? Hay otra respuesta, la teológica, que no deja de ser seductora: El pecado original es una separación, no solo en el sentido ‘vertical’, con respecto al Creador, sino una fragmentación, en sentido ‘horizontal’, un desgarramiento de la unidad del género humano: “la naturaleza única -dice el teólogo de Lubac- fue rota en mil pedazos por este pecado que es la obra del hombre, y la humanidad, que debía constituir un todo armonioso, en donde lo mío y lo tuyo no se hubieran opuesto, se convirtió en una polvareda de individuos violentamente discordantes”. Pero Liliana no habla ni del mal olor ni del pecado original, habla, desde su materialismo contrahecho -es decir, no cooptado por ninguna figuración filosófica ni política- de un sentimiento, habla de “un odio que crece para alguien”: “en el cuajo de la leche y en la cepa / del vino y en el hilo de coser / puede haber odio”. En esta poesía no hay saturación de invisibles, ni sensaciones linfáticas de desgano, ni silencios adoquinando el camino sublime que lleva a la sabiduría. El lugar inmediato, cotidiano, familiar, es el que le interesa: “en el reflejo del cristal que el hielo deja / en el tapiz, el musgo en la terraza, / dentro del poso de la taza de café, / hay un odio que crece para alguien”.
Me viene a la memoria, enlazando los dos libros de Liliana, un poema de Louis Aragon -Licantropía contemporánea- donde se entreveran el interior de lobo del amante (y hablo de un interior estricto, el que habita debajo de la piel), el que aúlla después de amar y mata precisamente por la naturaleza extraña, ajena a la suya, que ama en la belleza de la amada. En ese interior estricto Liliana Lukin encuentra la “mala semilla durmiendo / entre nosotros, para siempre burlados / en la idea de un Jardín”, escribe. Podríamos conjeturar que esa “mala semilla” es, de algún modo, la mala conciencia -o conciencia activa del mal- que nos hace saber que sabemos lo que sabemos que estamos haciendo, sin antídoto del bien que pueda combatirla. Parafraseando a Ungaretti, podríamos decir que, en la visión de Liliana, no hay lugar inocente en ese sótano donde la materia de nuestras acciones se cocina con la brasa lenta del odio. O, mejor, en las palabras de su poema: “(…) lo que perfora no es / la insistencia del gotear, / sino una voluntad no reconocida / puesta en la gota: lo líquido de los acontecimientos vuelto veneno / pasivo, quemante, adormecedor”.
Tres palabras, tres cualidades -pasivo, quemante, adormecedor- son determinantes para subrayar el desmayo político inoculado en el sistema: el veneno no es un veneno que mata, le basta con lastimar quemando y adormecer, con eso tiene suficiente para mantener el orden social y proveer de algún entretenimiento a la rabia subjetiva en un mundo donde el odio es la expresión impotente de nuestro no-consentimiento. “Prefiero la injusticia al desorden”, decía Goethe, desde la exacta perfección de su aura de vate iluminado por el poder de los que todo lo pueden.
Y bien, aquí estamos, diría Lukin, escribiendo poesía, “la poesía, que no salva de nada, / vendrá por nosotros. / Yo nazco cada vez que / me tiran a un pozo sin edad”. ¿Qué significa ese nacer cada vez -es decir, ese renacer que suponemos perpetuo- en ese pozo sin edad -es decir, sin historia, sin añitos cumplidos a la zaga del idioma dominante?- “No lo que la lengua habla / sino la lengua en su rosada carne, / vulva de otra cavidad… / No el pacto de entender / sino la comprensión mordida / hasta hacer sangre / y ver cómo la letra entra entera”.
A partir de aquí el poema se debate en antinomias no solo reveladoras de la poética asumida por la autora; también es la constatación de que esta poética es el determinante elegido desde el pozo donde la han dejado tirada, un lugar desde donde deberá demostrar si es capaz de ejercer alguna soberanía sobre su absoluta soledad. “No la miseria que el lenguaje / disgrega, ( …) / no el misterio del lenguaje, lo ominoso amable / del destierro de la voz / (…) no el escándalo del sobreentendido, / sino la muesca que deja en mí / el trabajo de la duda / y de la queja”.
Como queda claro, Liliana Lukin se desliga del bazar anémico de artes poéticas inflamadas de espiritualidad que sufragan en el siglo: “no la virtud en la melodía / sino en la carne tierna / del ser ahí carne tendida, / nueva, no detenida en sí ni en ella”. Nada entonces de melodías sublimadas sobre las excrecencias del cuerpo, sino melodías de la carne, melodías del vivir, una melodía nueva que, lejos de necesitar transportarse a los páramos ambiguos de la trascendencia, se tienda aquí, se pronuncie aquí, “pulpa masticada que destila / no lo que el silencio deja en el aire / sino el silencio crudo…/ de hierro candente / en el acto mudo de nombrar”. Es bien rigurosa la escisión que plantea entre el pozo donde fue tirada (tirada, palabra que nada tiene que ver con el ser arrojado de Heidegger) y las cimas esenciales pretendidas por las metafísicas de uso corriente. Y así lo escribe en un poema que es modelo de concentración lírica y conceptual. Está en la página 43 y dice así: “no una estación del alma, / sino la excavación / del pozo y el pozo / mismo sin final, para mirar cómo / lo concéntrico devuelve / en todo el lodo del fondo”.
El pozo, el lodo, el lodo del fondo del pozo: esta es la escena que Liliana Lukin propone para su poesía, un lugar donde “ardo de lo mismo que me hiela”, un lugar habitado por los fantasmas del polvo de la historia y el dubitar arrasador del inconsciente. La poesía, allí, consume la sensación de lo que falta, y eso que falta es el total constituido en los peldaños de la dominación. No es aire de libertad el que se eleva en la voz feroz de sus versos, sino la carne herida, jadeante, dependiente, tantas veces masacrada y tantas veces detenida en los mausoleos que la civilización exhibe como trofeos de su gesta supuestamente superadora de la barbarie. “La civilización no elimina la barbarie, la perfecciona”, decía Voltaire. Liliana Lukin sabe que también ella, sus libros, serán envueltos en la trama opaca de la duración. Por eso apela, en los dos últimos versos de El Libro Del Buen Amor, a la única posibilidad de mantenerla alerta, continuamente saliendo de sí: “el arco tenso de la carne a la carne tiene / la última palabra”.