Sobre su obra

Conatus

Hispámerica revista de literatura, año XLI, n° 122, Maryland, EEUU, 2012
Por Leonardo Senkman

El último libro de poemas de Liliana Lukin culmina su proyecto de inscribir la letra en el cuerpo, proyecto que viene trabajando a partir de la pos-dictadura y que va del medirse con la des-composición del cuerpo hasta el irresistible deseo de persistir indefinidamente en él. Un periplo escritural que va, precisamente, desde Descomposición (1986, escrito entre 1980-82) a este nuevo libro, luego de haber transitado por Cortar por lo sano (1987, escrito en 1983), Carne de tesoro (1990), Cartas (1992), Retórica erótica (2002), Contrucción comparativa (2003) y Teatro de operaciones-Anatomía y Literatura (2007).
Infatigable y tenaz labor de inscribir desde la atroz desaparición de todo vestigio corporal en los años de plomo –“el cuerpo más cuerpo es el cuerpo muerto” habia escrito sobre los desaparecidos—, hasta la presente celebración dichosa del conatus spinoziano. El diálogo que es posible escuchar entre la poeta de Buenos Aires y el filósofo de Amsterdam no plasma un cuerpo poético de ideas sobre el pulidor de cristales de la Ética para cuestionar su célebre proposición de que “nadie sabe lo que puede un cuerpo”; más bien oímos una versión femenina de la “poesía del pensar” de Macedonio Fernández a fin de continuar preguntando acerca de las propias inquietudes que Lukin ya se formulaba en Las preguntas (1998) y en otros textos.
En su demostración según el orden poético (y no geométrico), Lukin intenta pensar lo que una lectura fascinante del libro de Spinoza es capaz de hacerle al cuerpo de la escritura de ambos, al punto que le adjudica una razón onírica con sabor porteño al judío sefardita excomulgado del siglo XVII holandés, quien no eligió ninguna otra pertenencia fuera de sus propios deseos y sueños. “Yo deseo que la Razón/no sueñe,/sino que obedezca al deseo/ y sirva a la necesidad” (Libro I); “los sueños no cumplidos/se vuelven materia de sueños/ por soñar” (Libro II); “Cuando despierte/ tardaré en recuperarme/ de la desilusión, no como quien desea,/ algo que le es arrebatado, sino como quien sabe/ lo inútil de su sueño,/ pero-no-lo-puede evitar” (Libro III); “Y mi cuerpo goza cuando pienso” (Libro IV).
A diferencia de otros libros de Lukin en que la indecisión pronominal navega entre el yo y el tú, aquí la voz poética en primera persona suena irremisible, pero se enriquece en el habla ambigua de la visión testimonial del sueño masculino revelado y de la palabra lírica de mujer que nos lo revela. Liliana Lukin poetiza el grado más alto de esa manera de vivir que, en la parte V de la Ética, el filósofo llama “amor Dei intellectualis” y que ella glosa en ese enunciado que alberga al intelecto y a la pasión en dos versos contundentes: “Más allá de la felicidad/no tengo virtudes”.
Si el programa spinoziano ha sido aprender a gozar del mundo cuando un cuerpo puede encontrarse con otro que se componga armoniosamente consigo mismo y lo potencie para perseverar en su ser, la sola escritura poética le basta a Lukin para potenciar el deseo de vivir un encuentro dichoso: “Si me preguntan por qué sueño/ respondo ‘porque puedo’”. Aquí leemos el poder de la poesia para cederle el habla a los cuerpos –no a la razón— cuando procuran encontrarse eludiendo todo sentimiento pasivo de tristeza.
Este libro nos asombra por la osadía de prodigar no una escritura filosófica sino una poética que medita en un orden en que las imágenes y las palabras van componiendo la felicidad misma del poema. Y si resulta aconsejable su lectura recordando algunas de las proposiciones, escolios y demostraciones de Spinoza (indicadas en cursivas) y otros epigramas (de Pirkei Avot y Pierre Klossowski), su disfrute no es para lectores iniciados.
Su prueba final es bella y esencialmente poética: la relación entre cuerpo y letra, el cuerpo que escribe y goza pensando que el poema es capaz de reproducir, duplicándolo en el sueño, ese deseo spinoziano de soltar felices nuestro conatus.