
Revista El perseguidor N° 2, 1996
Liliana Lukin nació en 1951, en Bs. As. Sus primeros libros: Abracadabra, de 1978, y Malasartes, de 1981 (desde 1973 cursaba Letras con Jitriky Ludmer, se cerraba la Facultad, volvía a cursar y terminaba la carrera en aquella UBA, mientras corría 1980). Estudió con Oscar Traversa y con Nicolás Rosa, ya graduada. Fue docente universitaria y coordinó durante diez años El taller de escritura. En estos años escribe el libro Preguntas, del que publicamos dos poemas inéditos.
La pregunta es un trazo antiguo, leve: como un cuento. Así, han sido olvidadas las preguntas que iniciaron el malentendido, y lo que sigue es la imposible respuesta.
Desde los primeros libros, escritos durante el Proceso y siendo estudiante, hasta Descomposición, escrito entre 1981 y 1982, y Cortar por lo sano, escrito en 1985, se podría decir que el cuerpo insiste: partes, humores, olores, restos, y que hay un ojo como máquina infernal (el ojo piensa, construcción-destrucción del aparato de Realidad, mirada que genera su objeto y cuando ello ocurre el objeto ya no da tregua, N. Rosa dixit). Una mirada siempre apoyada en un hueco, en lo que no está, en la ausencia de un cuerpo, el intersticio donde lo Real se resquebraja, en una falla ¿geológica?
Quebrado, en la tortura, en el dolor, ese cuerpo se reconstruye en la memoria: un cuerpo que cae, siempre, su visión y su reconocimiento. Cuerpo de la escritura, cuerpo muerto, cuerpo del deseo: una historia con demasiados cadáveres, que los textos ponen en escena. Fragmentos, manos, pies, retina. Ese ojo quiere ser testigo implacable (la palabra como «testigo de cuerpo») y se vuelve mirada atormentada y atormentadora. En ese deslizamiento entre los cuerpos públicos y los cuerpos privados es que se dibuja el paso entre la Historia y la historia.
En Carne de tesoro, escrito entre 1983 y 1988, en cambio, diría que el espacio es un cuerpo, la historia una confidencia insoportable, la memoria un relato familiar; la filosofía, casi un murmullo de la edad.
«Estar a la intemperie de uno mismo»: intenté una escritura que hoy llamaría del desposeimiento, de la extrañeza y del desasimiento. El tesoro atroz actúa. Aquí el cuerpo descubre el lugar donde ocurre lo imaginario y su tensión con lo Real es lo que se escribe: ironía, desmitificación. Pretendí una versión desidealizada de los mitos amorosos que la cultura adjudica a la mujer, como objetos «sentimentales» propios. Resistencia. Otra vez, entonces, la falla: tal vez una preciosa ranura, el signo donde esa mujer atisba con cierta crueldad y ríe con ternura, obsceno.
Se dice de mí… que Cartas, de 1992. hace una pornografía del pensamiento, una radiografía de «lo mujer». Yo diría que esta vez se trata de una escritura que se divierte con los límites de su propia constitución, que juega con la herida profunda que ese hurgar pretende ir dibujando. Pero es una herida, ahora, para Saber, no para sufrir. Para saber ser en ella… Se trata de un secreto, pero es un secreto «a voces», ¿un dúo?
«Mi querida» es una fórmula inicial, iniciática, que convoca, que «llama a quien merece», que me permitió trabajar sobre la condición. Pero en ese pacto, en la complicidad que traza la estructura del libro, en esa conjura, hay una distancia con el sujeto que enuncia que creo no había en los libros anteriores. Y ese principio de ruptura de la creencia del texto en sí mismo, acentúa el tono confidencial, su ambigüedad.
Tal vez sólo deseé que fuera creíble para aquel oído/ojo capaz de apropiarse de un lugar que lo incluyera: «mi querida» separa, y por eso, provocaría una identificación (oblicua) con la que el poema goza, se goza.
Provocar una escritura para provocar una lectura para provocar: una frase que, aunque ingeniosa, no dice tan mal mi voluntad, ahora.
Obsceno, entonces contra la escena, en el diccionario: contra la vida pública, contra el teatro del mundo.
¿Qué sería lo obsceno en la escena de la escritura? ¿Qué es obsceno en la escritura? El secreto develado. (Carta XXVIII)
Esa mujer que profiere sin pudor su deseo, que habla sin miedo de su necesidad, que dice sin cuidado su opinión alrededor de los otros, acaba por construir un personaje, entre lo verosímil y lo verdadero, y su letra muerde, parece.
Y si, como se dice, el sujeto del erotismo es la silenciosa, la muda, este libro deviene erótico en su no callar. Persistencia en la falta, y hallar el sentido en ese vacío. (Carta XVI).
La única trampa, como dice el texto, está en esa frase. El cuerpo puede violar la ley, la letra no. A riesgo de no ser escritura. Pero la escena obscena de la escritura sería aquella que pone el cuerpo para violar la letra. Si la escena es presa de sí demasiado, es porque la escena es poner el cuerpo. (Carta XXIII)
Cartas quiere describir al sujeto que escribe, su «relación», sus «correspondencias». Un deseo de escribir el deseo (de escribir), un proyecto de agotar la reflexión, propia (¿poesía del pensar?), y los clisés ajenos, de burlar las marcas con que, todavía, esos clisés «nos hablan». Como se dijo por allí, Cartas es un texto voyeurista. Travestismo fue otra adjudicación. Ese par, voyeurismo/travestismo, me gusta porque pone en relación, otra vez, el ojo que construye (cinematográficamente) con, ahora, la mano que disfraza y devela.
Cartas nace de una entrañable costumbre: escribirse, en la espera, cartas que nosotras, hermanas en el alma, nos cambiábamos o entregábamos una a la otra. Formas de la costumbre amorosa en la amistad, que también se vuelven materia de poemas-carta: porque solo allí se es completamente una, y el fantasma se despacha (a gusto) allí. La novela epistolar, que según algunos es el libro, cuenta la historia de las ideas de una mujer, sería elrelato de cómo ese sujeto atraviesa el ojo de la aguja para llegar u un saber sobre sí, en el juego de letras y palabras que va desde s(ab)er a ser.
De algún modo, volver al principio, o acabar el principio de la repetición es un ritmo que casi siempre organiza el habla… Así, en el final están las preguntas, que denuncian un camino ya recorrido, la posesión de alguna clase de respuesta, pero también la dirección y el mapa de un extravío. «Toda abstracción tiene un precio a pagar», digo y esa deuda es infinita cuando la cuestión es estar «a la intemperie de uno mismo».
Los poemas-pregunta son ahora el hilo tenue que une el recuerdo y el olvido. Suspendido en el acto de la interrogación todo destinatario, como idea de pasaje, una estética del sentimiento, una ética del amor, un simple acto inacabado de prestidigitación e ilusionismo. Preguntar para saber preguntar. Cada texto una respuesta en la forma pertinaz, otra vez, de una pregunta. Insistir allí, donde, por otra parte, seguramente, se estuvo sin saberlo.
LILIANA LUK1N