Sobre su obra

La liturgia de Eros

En revista Hablar de poesía, nº 10, Buenos Aires, diciembre 2003.
Por Nancy Fernández

Lo mas profundo es la piel. La frase corresponde a Valery y uno de sus mejores receptores fue Deleuze. Pero en el año 2002, la Retórica erótica de Liliana Lukin, propone un recorrido cribado, una danza quiza entre tegumentos nacarados. Así, las fotos en blanco y negro realzan el brillo epidérmico y la cuidadosa caligrafía de la autora elabora, haciéndola visible, una trama textual, delicada, esteticamente obscena; si la escritura urde y sutura la figuración del misterio, las siluetas ostentan una literalidad superpuesta, impresa sobre sí. Es más, las fotos exhiben e invitan, delatando la promesa indemne de una forma y la posibilidad de improvisar una actuación: “Hacer de sí una obra…”. Sin embargo el esmero de la letra habla de algo más: la caligrafía cuidadosa, esmerada, es el fetiche que repone una inscripción sobre otra superficie: el tatuaje sobre el cuerpo. Entonces, el doble pacto (con El y con el Otro lector) implica la insistencia táctil sobre un objeto, rodeo que bordea y se desvía para deslizarse sobre la zona elegida: y para horadarla. Delgada transparencia en la desnudez; esas son las imágenes que la textura privilegia convocando la detención del sentido, demorando el tránsito de la palabra en el placer de su desliz y en el goce de su interrupción. La textualidad de Lukin se define al calibrar la ocasión de los instantes, cuando decir o callar se amalgaman a espiar, mirar o reconocer aquello que concluye sin dejarse ya de poseer, aquello que en su propia extenuación demanda la repetición como don del cuerpo. Pero el movimiento iterativo no remite al recuerdo de un pasado más o menos cercano, ni reclama el límite de lo conocido (el índice biográfico que admito desde mi estado de conciencia). El saber de la pulsión que busca lo que reconoce en su ínsita diferencia, tiende a la abolición de la vigilia para apaciguar la urgencia en la espera, en la víspera del enigma: su revés y su escondite. Así, poses, figuras, rostros consignan una teatralidad que hace del desnudo el acontecimiento, la transformación del ser, todas ellas, en definitiva, como pruebas integrales de la escritura mujer: “Yo soy todas ellas, y que mis rostros sean ajenos a veces,/es más el resultado de una arbitrariedad del tiempo,/que de la índole de las representaciones elegidas para mostrarme. Ellas me han soñado. Y he realizado/el destino de unas imágenes más o menos coincidentes/con lo que cuentan de mi”. Si el uso de la primera persona repone la ilusión de un contacto, el tono elegido celebra la confidencia, el espacio verbal de la intimidad. Entre la exposición y el resguardo, el decorado que enmarca las siluetas señalan, a su vez, la dosis de privacidad que logra el clima de protección y tersura de arcón, para que lo femenino realice al fin su aparición distendida, provocadora o voraz. Las imágenes muestran lo que la palabra profiere: saber de la entrega y posesión, saber de encontrar. Toda puesta en abismo lo depara. Desde esta perspectiva, presencia y ausencia implican una mirada que reconoce sus marcas. El vacío es por lo tanto, la zona que debe ser colmada, la grieta que solicita a la creación, la postura biselada que todavía algo oculta a la cámara. La grafía es esa instancia paradojal que garantiza el misterio del ocultamiento y la gracia de la revelación. Para Liliana Lukin, escribir es también desvelarse, mantener el ritual insomne de hacer la historia propia que busca el equilibrio entre caída y ascensión. Artefacto de la oquedad, tal es el resultado de la anuencia entre acto y gesto sensible. Escritura y erotismo mantienen una relación con el viaje, aludiendo así al tiempo que se mide por la falta y el enigma, en calidad de un espacio que extiende las fronteras del ser. En esta dimensión, la escritura es paradoja de lo nuevo como presente inactual, como presente que veda el conocimiento o que, en todo caso, lo permite como retorno o regreso de lo vivido como ajenidad. Lo inasible, en consecuencia, señala una percepción extrañada, lo indescriptible que no puedo sino volver a tomar al sesgo, porque efímero e indeleble, su alcance es prueba letal de su fugacidad. Experiencia del éxtasis, de su mostración, su anhelo y su huella. La fiesta obscena de la desnudez también reclama el disfraz, figurando la ocasión donde el yo se transforma en lo Uno (con el Otro), en la luminosa semblanza de lo múltiple. Asimismo, el nombre propio labrado en cursiva hacia el final del libro, rubrica la pertenencia de los rostros en una identidad que fragmentada, no hacen sino integrar la experiencia poética de lo sensual, o también, la experiencia genuinamente material de la poesía. En la neutralidad de la entrega, la posesión o el antifaz se dirime el grado en que la escritura simula a la mujer, marcando la tensión que la voz (el ritmo, la respiración) imprime en el trazo; ya están dadas las condiciones para la autoafirmación del nombre propio. Inscripción que a su vez, permite jugar con el secreto, recreando el espacio de una ficción: mostrar para esconder, sugerir para escamotear. En la soledad de esos cuadros, el reposo expectante insinúa la dispersión y el vacío, lugar colmado por la desnudez y la mostración: figuración de rincón secreto y a la vez, la puesta en escena, como obsequio peligroso a una mirada narcotizada y cautivadora. La ilusoria transparencia verbal, cubre una palabra sabia, un elaborado artificio que proyecta también, el riesgo de la recepción. El trato con el lector persiste de este modo en una ficción negativa, una constelación escénica donde la significación, evasiva, trama el ardid para aquella lectura que pretende la representación cabal del objeto. Tal es el misterio de la vestimenta y el traje, excesivos en la sugestión, llenos del poder que genera el hechizo de lo incompleto; encanto y sortilegio de collares y medias a través de lo cual fulgura pleno el cuerpo alhajado, la joya entrevista. El mayor riesgo que supone un pacto con la recepción es perderse en el laberinto de una Ariadna que teje los hilos equívocos de la mostración y el ocultamiento, la confusión de un lenguaje que habla del yo y “las otras”. La autora urde entonces la fábula provocando el llamado del vértigo y la fascinación. Entre lo que ella ve y el acto de mirar se finge una distancia o mejor, se separa y se difiere el contacto para que surja un modo de ver o de escribir, una letra que es voz, en definitiva, derramada en susurro, jadeo y silencio. Al decir de Blanchot, ese movimiento inmóvil aloja el germen de la poética de Lukin, la lúbrica retórica del deseo que nos tiende la celada con el mejor señuelo: la pasión de la imagen. De ahí en más, la escritura hace que la poesía escape a la historicidad, a la taxonomía de los géneros o a la moral común de una forma determinada; evitando modelos impuestos por cánones institucionales, se hace atípica y atópica, en tanto explora los itinerarios de un lugar propio. De alguna manera, Liliana Lukin desborda el orden simbólico para proponer un saber de esfinge expectante, paciente, irisada, cuya sentencia se vuelve goce sensual: “El llegará deseando una repetición, el/perfil aquel, la inclinación que ofrece/más,la caída del pliegue para entrar/allí su mano en busca del olvido.” Repetición, olvido, pliegue; sospecha de actriz en el envés de sedas y satenes, el derroche de lo prohibido en los efectos del presagio. Con un decir que interroga se afirma el saber interrumpido, la respuesta suspendida en la retórica del goce. Y con miríadas de dolor o de gloria, la pulsión escópica sintoniza el encuentro y la partida, disponiendo la treta oracular para interpretar la evanescencia de las figuras; ahora, la liturgia de Eros avanza en ritmo lento, para asediar al enigma en la senda sacrílega del deseo.