Una Buenos Aires de novela I

Una selección de fragmentos, que abarca nada menos que la novelística argentina desde mediados del siglo XIX hasta comienzos de los años sesenta (con algunas excepciones a la regla: cómo, si no, incorporar a Jorge Luis Borges), incurre en más de una exclusión injusta, como se dice frecuentemente cuando se realiza una antología.
Muchos autores, nombres tentadores que hubiéramos querido incluir, han quedado relegados a consecuencia de que sus referencias a la ciudad eran más bien tangenciales. Buenos Aires no aparecía en ellos como el escenario privilegiado que requeríamos.
El motivo que nos llevó a fijar el término de la antología en el año 1963, fecha de la publicación de Rayuela, y no continuarla con autores de las nuevas generaciones -salvo unos pocos como David Viñas, Marta Lynch y Andrés Rivera- es que hemos considerado que con Julio Cortázar se densifica y se cierra una ciudad y una literatura, y su escritura, llamada por aquel entonces experimental, abre caminos para una más próxima. Con él, ciertos mitos de Buenos Aires, ciertas formas de representación de la ciudad y su lenguaje, se clausuran. Se podría quizá arriesgar que en los años sesenta comienza una representación de la ciudad alejada ya de los diálogos que la novela hasta entonces había mantenido. Piénsese, por ejemplo, en esa ciudad vista desde los grandes ventanales del departamento del coronel, en Esa mujer, de Rodolfo Walsh:

Miro la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola” dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad, el mundo.

El límite de la representación de Buenos Aires quedó entonces en manos de un autor que pudo tender un puente, como el famoso tablón entre las ventanas de Oliveira y los Traveler de Rayuela, entre una ciudad perdiéndose y otra que ya muestra sus brotes: aquella roja y plata (¿una Buenos Aires pop?).
Ahora bien, nuestra Buenos Aires, que es caprichosa -toda antología es una mezcla de terquedad, arbitrariedad y extrañeza: ¡Caprichosa Buenos Aires!- fue marcando con paso firme los temas de su representación: el torbellino de la ciudad en continua transformación (“el barullo de la colmena”, dice Sicardi), la xenofobia (baste estar atento a las palabras de Antonio Argerich en ¿Inocentes o culpables?: Al salir del Hotel de Inmigrantes se juntó con una manada de compañeros que seguían la vía pública por mitad de la calle), las trapisondas y la violencia políticas, la mala vida…
El fragmento exige una lectura que no atienda a la consecución de la narración o la intriga, sino a la fuerza dramática o pictórica. Rescatar, subrayar y recordar ese viaje en tren de Balder, en El amor brujo –“Me acuerdo de haber repetido itinerarios de Los siete locos, y admirado la minuciosa reconstrucción del viaje en tren de Retiro al Tigre que inicia El amor brujo”, escribe Julio Cortázar•-; a Tartarín Moreira estrolando al canillita contra la puerta del café, en La ciudad de los locos; el escenario elegido por Emma Zunz para cumplir su destino de justicia; el velorio de la Nucha a quien le tiran un poco de aquel polvo blanco en sus labios para que muera en su ley, en Camas por un $1; al Profesor Landormy paseando del bracete con su casi igual Lejeune que lleva pendiendo de su meñique izquierdo el paquete de dulces de la Confitería Ideal, en Historia funanbulesca del profesor Landormy; al narrador receloso que observa la sonrisa nerviosa de Bioy Casares desde que, dice, es un literato, en El miserable amor; por último, y para que esta enumeración no se vuelva tediosa, tanto las escenas rabelaisianas del comienzo como el feroz episodio final de El matadero, es un repaso que procura perplejidad, goce y añoranza.
Sin embargo, cómo no echar de menos la escena de la matanza del caballo en El sueño de los héroes (aunque, bien se podría pensar, en este caso, en un deslizamiento -la obstinación de una presencia- cuando la narradora de “Autobiografía de Irene”, escribe: Frente al Hotel del Jardín vi la agonía de un caballo que parecía de barro (las moscas y un hombre con un látigo lo vejaban); o volver a escuchar la voz de Emma, cuando dice: El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga… Abusó de mí, lo maté; o el tan mentado y siempre certero Rajá, turrito, rajá, salido de la boca de Ergueta; que, por razones de orden práctico, tuvieron que quedar fuera.
Los textos se han ordenado bajo títulos que sugieren una lectura posible: así, en Pampa bárbara -la gran Aliteración nacional-, se reúnen fragmentos referidos a la célebre Barbarie decimonónica, a la representación de la ciudad antes de convertirse en cosmopolita -la gran aldea- y a la peculiaridad -menos evidente hoy, pero significativa en los textos recogidos aquí- de la convivencia de ciudad y pampa. En 1945, Florencio Escardó escribía en Geografía de Buenos Aires•:

[La] proximidad tremenda de la ciudad con la pampa es significativa y aleccionadora, y tal vez el rasgo más típico de Buenos Aires, ciudad de llanura. Para alcanzarla le basta al habitante de Buenos Aires seguir la avenida Sáenz y antes de llegar al viejo puente Alsina, hoy el teatral y barroco puente Uriburu, doblar a su derecha, tomando la avenida Coronel Roca; a las diez cuadras de recorrerla el fenómeno es impresionante: van quedando atrás las casas modestas del arrabal neopompeyano y se viene sobre los ojos la pampa misma, típica, inmensa e intensa, virgen; sin sembrados, sin huellas; con bañados, con lagunas, con espadañas, con pasto y con horizonte; a la derecha se levanta el macizo de árboles del Cementerio de Flores y a lo lejos el perfil de la ciudad brumoso y humoso, y entre él y el observador los bañados de Pereyra, libres de toda mácula civilizadora, salvo alguno que otro horno de ladrillos, con ranchos y casas de adobe, con el Puesto del Carro, la Pulpería de la Banderita y una aguda sensación de orilla sin orillas, con pastos olorosos y viento libre, patos que vuelan bajo y una presencia de lejanía que cuesta asociar con la idea de que se está a media hora de plaza de Mayo.

En Entre gringos y Jailaifes, se agruparon básicamente fragmentos alusivos a la inmigración y a la vida e itinerarios de las clases llamadas acomodadas•.
Borderland, da cuenta de la transgresión de límites: algunos morales, como en Nacha Regules, en la frontera de la mala y la buena vida; otros físicos, como los orilleros y su Maldonado. Ciertos fragmentos aludirán a los que han pasado al otro lado de la ley, como se dice, y, otros, finalmente, a los que están en el confín entre la intemperie y el resguardo de una cama por un peso.
Bajo Ciudad sin tregua convergen textos de marcado corte político y los de Humano ardor giran en torno a ciertos modos del amor -en su mayoría, del amor masculino que insiste en practicar algo así como un apretado arco que va del flechazo a la golpiza-.
En La Ida y La Vuelta, los dos fragmentos refieren un tema tan querido a los habitantes de las ciudades: la fuga y el retorno.
El placer de vagabundear, no necesita de mayores explicaciones y, por último, | Final del juego, fue construido como una coda: algunos fragmentos retoman motivos e historias esparcidos a lo largo del libro y, otros, apuntan hacia el efecto de un desenlace.

I Pampa bárbara
José Mármol, Amalia (1851) | Esteban Echeverría, El matadero (1837) | Juana Manso, Los misterios del Plata (1846) | Jorge Luis Borges, “La señora mayor” (1970) | Lucio V. Mansilla, Mis memorias (1904) | W.H. Hudson, Allá lejos y hace tiempo (1911) | Juana Manuela Gorriti, “Espiritismo” (1878) | Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1949) | Atilio Chiáppori, “El camino” (1930) | Oliverio Girondo, Interlunio (1937).

II Entre gringos y Jailaifes
Eugenio Cambaceres, En la sangre (1887) | Federico Grandmontagne, Teodoro Foronda (1896) | Francisco Sicardi, Libro extraño (1895) | Antonio Argerich, ¿Inocentes o culpables? (1884) | Eugenio Cambaceres, En la sangre (1887) | Manuel Peyrou, Acto y ceniza (1960) | Benito Lynch, Las mal calladas (1923) | Juan José de Soiza Reilly, La ciudad de los locos (1910) | Carlos María Ocantos, Quilito (1892) | Segundo Villafañe, Horas de fiebre (1891) | Victoria Ocampo, El archipiélago (1952) | César Duayen (Emma de la Barra), Stella (1906) | Eduarda Mansilla, “El gran baile del Progreso” (1879) | Lucio V. Mansilla, Entre-nos (1889) | Manuel Mujica Láinez, “El salón dorado” (1950) | Enrique González Tuñón, “Tiendas de ultramarinos” (1941) | H.P. Blomberg, El chino de Dock Sur (1920) | Raúl González Tuñón, “Eche veinte centavos en la ranura” (1922) | Manuel Podestá, Irresponsable (1889) | Isidoro Sagüés, Mal de ciudad (1944) | Conrado Nalé Roxlo, “Bestiario” (1979) | Leónidas Barletta, Royal Circo (1927) | Ezequiel Martínez Estrada, “Payasos y fieras” (1940) | Martín Aldao, La novela de Torcuato Méndez (1912) | César Duayen (Emma de la Barra), Stella (1906) | Niní Marshall, “Un paseo encantador” (circa 1960) | Estanislao del Campo, Fausto (1866) | Eugenio Cambaceres, Pot-pourri (1882) | Lucio V. López, La gran aldea (1884).

III Humano ardor
Antonio Argerich, ¿Inocentes o culpables? (1884) | Francisco Sicardi, Libro extraño (1895) | Eugenio Cambaceres, Sin rumbo (1885) | Victoria Ocampo, La rama de Salzburgo (1952) | Eduardo Mallea, La bahía de silencio (1940) | Ernesto Sábato, Sobre héroes y tumbas (1962) | Macedonio Fernández, Papeles de Recienvenido (1929) | Ernesto Sábato, El túnel (1948) | Norah Lange, Voz de la vida (1927) | Manuel Rojas, “Un espíritu inquieto” (1922) | Julio Cortázar, Los premios (1960) | Herminia Brumana, “¿La comprometo, señorita?” (1939) | Roberto Arlt, El amor brujo (1932) | Bernardo Verbitsky, Calles de tango (1953) | Adolfo Pérez Zelaschi, “Juan Manso” (1943) | Samuel Glusberg, “Don Horacio Quiroga, mi padre” (193…) | Roberto Arlt, “Noche terrible” (1926) | Roberto Mariani, “Lacarreguy” (1925) | Julio Cortázar, “Las puertas del cielo” (1951) | Ulises Petit de Murat, El miserable amor (1956) | Salvadora Medina Onrubia, Akàsha (1924) | José Bianco, La pérdida del reino (1972).

IV Borderland
Leopoldo Marechal, Adán Buenosayres (1948) | Julio Cortázar, “El otro cielo” (1966) | Bernardo Kordon, “Expedición al oeste” (1960) | Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego (1930) | Arturo Cerretani, El deschave (1965) | Jorge Luis Borges, “Hombre de la esquina rosada” (1935) | Evaristo Carriego, “El amasijo” (1908) | Leopoldo Marechal, Megafón, o la guerra (1970) | Marco Denevi, Rosaura a las diez (1955) | Enrique Cadícamo, Café de camareras (1960) | Manuel Gálvez, Nacha Regules (1919) | Carriego / Olivari, “La costurerita que dio aquel mal paso” (1908 / 1925) | Horacio Quiroga, El gorila que asesinó (1909) | Juan Filloy, Op Oloop (1934) | Manuel Gálvez, Historia de arrabal (1922) | Joaquín Gómez Bas, Barrio gris (1946) | Valentín Fernando, De esta carne (1952) | Lorenzo Stanchina, Corrientes y Maipú (1960) | Fray Mocho, “El café de Cassoulet” (1897) | Enrique González Tuñón, Camas desde $1 (1932) | Borges-Bioy Casares, “La víctima de Tadeo Limardo” (1942) | Roberto Arlt, El juguete rabioso (1926) | Elías Cárpena, “El tacho y el cuatrero Montenegro” (1949)

V Ciudad sin tregua
Eduardo Gutiérrez, La muerte de Buenos Aires (1882) | Julián Martel, La Bolsa (1891) | David Viñas, Dar la cara (1962) | Esteban Echeverría, El matadero (1837) | Federico Grandmontagne, La Maldonada (1898) | Eusebio Gómez, “Salvador Planas y Virella” (1917) | Juan José de Soiza Reilly, El hombre misterioso (1921) | Arturo Cancela, “Una semana de holgorio” (1922) | Lorenzo Stanchina, Corrientes y Maipú (1960) | Bernardo Kordon, Reina del Plata (1946) | Manuel Gálvez, Hombres en soledad (1933) | Roger Plá, Los robinsones (1946) | Manuel Gálvez, Uno y la multitud (1953) | Andrés Rivera, El precio (1957) | Enrique Wernicke, “La ley de alquileres” (1958) | Jorge Masciángioli, El último piso (1957) | Marta Lynch, La alfombra roja (1962) | Julio Cortázar, El examen (1950).

VI La ida y la vuelta
David Viñas, Dar la cara (1962) | Julio Cortázar, Rayuela (1963).

VII El placer de vagabundear
Arturo Cancela, Historia funambulesca del Profesor Landormí (1944) | Juan Filloy, Op Oloop (1934) | Baldomero Fernández Moreno, “Caminar” (1965) | Roberto Arlt, Los siete locos (1929) | Santiago Dabove, “Tren” (1961) | Silverio Boj, Áspero intermedio (1941) | Eduardo Wilde, “Sin Rumbo” (1899) | Carlos Mastronardi, Memorias de un provinciano (1967).

VIII Final del juego
Roberto Arlt, “El placer de vagabundear” (1933) | Carlos María Ocantos, Quilito (1892) | Enrique González Tuñón, Camas desde $1 (1932) | H.A. Murena, La fatalidad de los cuerpos (1955) | Bernardo Verbitsky, Villa miseria también es América (1957) | Francisco Sicardi, Libro extraño (1895) | Roberto Arlt, Los lanzallamas (1931) | Jorge Luis Borges, “Emma Zunz” (1949) | Lucio V. López, La gran aldea (1884) | Bernardo Kordon, Reina del Plata (1942) | Adolfo Bioy Casares, El sueño de los héroes (1954) | José Mármol, Amalia (1851) | Silvina Ocampo, “Autobiografía de Irene”.