Sobre su obra

Animal del templo de la voz

En Suplemento Cultura, Diario El Litoral, 13-9-2008
Por Sonia Catela

Si la letra con sangre entra, con sangre sale cosida en este poemario donde el registro de la pasión no sólo se da en sus fases de padecimiento y ardor, sino en el de pasión que «se convierte en manía» (Nicolás Rosa), «lúcidamente persecutoria» agregamos con referencia al libro de Liliana Lukin. Teatro de operaciones se aclara a sí mismo como Anatomía y literatura; los poemas diseccionan un cuerpo que simultáneamente es presa y guardián que aprisiona, víctima y victimario. Cuerpo inmerso en un campo literario, cuerpo al que «cercan, marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos signos» (Foucault). Lukin paga con carne viva el deseo con que se entrega al «verbo de la herida que el poema no lava». Se urde una costura centelleante entre esa literatura de espejismos -que sin embargo, es la única realidad que se reconoce-, y el cuerpo que la remunera con tributos excesivos, de manera incondicional y voluntaria. «Este comportamiento adictivo/ con la ficción el abuso / del consumo de escrituras», declara Lukin asumiendo pecado de obsesión . Escritura incierta ya que en «el escenario de la escena del crimen,/ donde nada está en su lugar y acomodar/ es la ilusión de la escritura». Paradójica: «La poesía/ que no salva de nada/ vendrá por nosotros». No salva de nada pero se ansía que venga y nos tome. Se la pide. Se clama por ella. Lukin proclama su «felicidad de estar perdida en lo que escribo». Una escritura que marca, ya que la autora perderá «todo menos la cicatriz». El registro es el de una relación sádica sublimada, repetición incesante de un acto al que no se puede renunciar (escribir) pese a que cobra precios irreversibles sobre el cuerpo; una «perversión» entendida en el sentido klossowskiano de insubordinación de las funciones de vivir. Porque aquí vivir es escribir aunque el cuerpo se exponga y termine flechado por saetas que son palabras, palabras que hienden, hieren y sangran la bella carne (la corporal, la de lo que se dice). Una suerte de Santa Teresa, de Bernini, torturada y en éxtasis, mármol que flota.
En «El jardín de las delicias» del pintor Hyeronimus Bosch, anos o penes se prolongan en ramos de flores, en espinosas, atormentadorass rosas, se copula dentro de la claustrofobia de una ostra, o bajo una campana de vidrio; la carne produce un goce que se desmiente de inmediato a sí mismo, el placer es pesadilla, el deseo, dolor. Como en Lukin.
Sostiene Deleuze, si en «el lenguaje de las ciencias, dominado por el símbolo de la igualdad, cada término puede ser reemplazado por otros, en el lenguaje lírico, cada término, irremplazable, sólo puede ser repetido». En Lukin se repiten, sin cesar, el acto de escritura, el sufrimiento-placer, el crear una palabra insustituible.
Por eso, el de «Teatro de operaciones» es un cuerpo que se atestigua como ser y se sostiene en lo que es. ¿Qué? «Animal del templo de la voz». Y se afirma y regodea en ello. La voz, eterna y efímera.
Siempre es difícil hablar de un gran libro, se ha dicho. El discurso se desfasa, propone juegos de reglas violadas, se esconde, arma simulacros y caminos sin salida, desmonta estereotipos y la comodidad de las categorías conceptuales a las que una está habituada. Teatro de operaciones. Anatomía y Literatura lo hace. Sus dos partes, «Campo quirúrgico» e «Ingeniería natural», muestran una escritura bellamente trabajada con fotografías de Gustavo Schwartz y grabados de Hilda Paz.