Sobre su obra

Polifema, polifémina, polisémica, y polimorfa.

Presentación del libro Cartas en el CCEBA, en 1992.
En La letra de lo mínimo, Ed.Beatriz Viterbo, Rosario, Sta.Fe, 1995
Por Tununa Mercado

Buenos Aires, 8 de diciembre de 1992
(10 de la mañana)

Querido Eduardo:
Todos los días, a diferentes horas, la hoja se ha deslizado debajo de mi puerta, ha entrado en mi caja de dos hemisferios, el del norte mexicano y el del sur argentino, y aun en un viaje por aire se ha obstinado en colarse en mi recinto para decir su mensaje. Tengo que describirte el físico de ese objeto, tratar de definir sus contornos y los diferentes planos de su arquitectura. La carta que me llega es como un balcón que se abre después de los dos puntos y desde allí alguien ve y distribuye, en redondo, como si creara condiciones para desplegarse, un espacio que me incluye, y acaso también te incluya, aunque eso es precisamente lo que nos inquieta y motiva mi carta: saber de qué manera podrías ser el otro de la epístola de las tituladas Cartas de nuestra amiga Liliana y, en la hipótesis que traté de formularte cuando nos bebimos esa cerveza en San Telmo, el que “desencadena el discurso”, este último término entrecomillado para despojarlo de cualquier estridencia especulativa. Balcón entonces, plataforma si prefieres, pero balcón de enamorada que va transponiendo los peldaños de cada par de dos puntos y entrando cada vez más en el ámbito del poema que ha preferido y elegido poner o situar o emplazar justamente en el espacio individual de un yo mujer e imponer, por la pertinencia de su empeño, un yo múltiple, un nosotras. mi querida(:) así todo lo más se trata/ de envejecer, también bellamente/ ¿cierto? y que sabia parece una/ la mujer hermosa joven de perderlo todo/ en un sueño(:) que sabia puede/ ella ser(:) los niños llevan su verdad/ debajo de la manta y su deseo en la boca/ mordido para alimentarse siempre más / sí querida(:) puede una mal esperar/ lo que ya tiene y no saber cuál es/ su don. Los dos puntos: escalones, vanos entre habitaciones o zócalos, fronteras que vamos sorteando para entrar en el poema, en la inquisición del poema. Y quien traspone, transita o penetra es una figura erguida, que avanza atravesada por una idea de la perfección —(no produce sonido lo sin nombre/ lo que no sé nombrar no hace armonía)— prisionera de un devaneo que sería el conflicto entre lo alto y lo bajo, entre la imaginación y la realidad, la cabeza y las plantas, unos oídos que oyen un clave y buscan una clave: y habiendo de arder por los pies/ no conviene mojarse la cabeza, me escribe, y también me dice que los ojos arden antes que los pies, ella signada desde el vamos en su trayecto poético por el nombrar su nombre, verlo, y ver con él el mundo. Y físicamente también el objeto que es el texto y quien me dice querida, hermanita, amiga, la/el sujeto-sujeta, gira como los colores de un trompo/ suelta y en estado de fricción hasta alterar mi propia estática, incitadora: he aquí la llave de entrar y de salir, me dice.
No quisiera que te hicieras una idea inconveniente de mí, que pensaras, por ejemplo, que para describir este objeto que se desliza por debajo de mis puertas, necesito inventar una novela en la que una mujer equívoca y perdida, privada, expuesta, extranjera, orgullosa, frágil, me escribe para decirme su sed doméstica y cruel de absoluto, o que apelo demasiado a los referentes para explicarme esa suspensión del hábito, como ella misma dice, que es buscar el poema. Yo por mi parte no puedo hacer otra cosa que imaginar posibles respuestas, encabezar en la vigilia y en el sueño cien veces la larga carta que dará cuenta de mi salud y de la de los míos, para quedar al fin francamente de ella, suya, e ingresar en lo que ella llama escena aceptando su idea de que estamos las dos cansadas de pulir, cuando cada vez creo más firmemente en la superficie pulida, como vos y ella y muchos otros lo saben, cuando no veo otro destino para la escritura que una posición despojada frente a esa superficie.
Desde mi balcón te digo, dos puntos: querido Eduardo: trataré de orientar mi fantasía en los próximos días para ver mejor en las entrelíneas de estas cartas de Liliana, obligándome a no glosar, tratando más bien de desglosar los pasos de un recorrido, que se quiere en el borde, de alguien que me dice: una es una inconsciente/ y sus actos son como un paseo distraído/ por la comisa a oscuras de la necesidad. Hasta pronto. Espero tus cartas con impaciencia. T.
Buenos Aires, 8 de diciembre
(2 de la tarde)

Eduardo:
Cuando me llegaron las cartas XI y XII había terminado por imponerse en mi lectura esa especie de referencialidad que me llevaba todo el tiempo a creer que alguien, ella, quien me convocaba a corresponder, había terminado por capturarme en una zona íntima pero no desconocida: la amistad entre mujeres. El texto, la carta, suscitaba la imagen de una habitación, y en ella dos mujeres entregadas a la confidencia o, mejor dicho, una mujer que parece incluir a otra en sus secretos, pero que mediante el subterfugio del diálogo no logra ocultar el cese de la interlocución que el poema instaura, la imagen autorreflejante que sólo el poema sabe crear cuando dice tú o vos y llega a constituir una retórica en los poemas de amor. Pero yo me había montado la película, y alejaba la posibilidad de semejante argucia, quería ser el yo a quien ella hablaba de tú y el nosotras que nos incluía, y aun parte de esa que declara ser como un ábaco: numerosa/ y golpeando mis cuentas entre si y me dejaba cautivar por ese poema que tenía todo por decirme y en particular hablarme del hombre o de los hombres, cuestión que no ha cesado de ser hablada desde la aurora de la especie humana cuando se juntan dos mujeres, y meterme en otro asunto más, el doméstico del reparto de la comida en la boca de todos, que seguramente ha de estar en el rango de las cosas que a vos también te preocupan desde otras economías.
Todo el tiempo, de una carta a otra que leía, rescataba esa dimensión de la confidencia, refugio para dos sobre el que se cierne la figura del ausente y la queja ineluctable de amor; confidencia: menos que confesión y más que confianza, vértigo de una tentación femenina de permanecer en lo femenino excluyente, de quedarse en el susurro de la alcoba —murmullo de palomas que cambiamos, me dice— para no arriesgarse en la vociferación de la plaza masculina. En ese sentido, no sé qué habrás pensado finalmente de ese doble sentido de la Carta XVI que te di a leer en el bar de San Telmo, en el que ella dice “los hombres nos envidian el penetrante/juego de intimidades sucesivas o, más adelante: los hombres es sabido nos envidian/ el impenetrable clima de las risas oblicuas, y cómo te habrá caído ser amado como el otro de nosotras, como el otro de dos mujeres en el interior del poema. En tu beneficio te regalo dos o tres presuntos lapsus suyos, de ella nada menos, que en la Carta XVIII me escribía, sorjuaniana: cuando leo mi querida sé una cosa/ pero no más sé de mí que quien me sos. De pronto vacila con el uso del uno o la una en la Carta XXIII: no siempre es una virtud ser/ como uno es poner el cuerpo, o en la XXIV: estar a la intemperie de uno mismo. Ese uno, Eduardo, es su gran lapsus. Tuya, T.
Buenos Aires, 8 de diciembre
(10 de la noche)
Querido Eduardo:
La semana pasada le escribí para decirle que de alguna manera sus cartas pertenecían a ese universo tan remiso a revelarse como pródigo en señales que se llama escritura de mujer, y acaso también escritura feminista, pero una vez más no pude aislar los atributos que habrían fundamentado una operación, en la que por terquedad algunas veces insistimos. Vi incesancia y ella misma me hizo ver que había deseo en exceso, «falta», entrecomillada, y «falta» corregida: ¿y no es acaso una la que no posee/ porque no quiere poseer la que sólo quiere/ el absoluto estar/ de una palabra —piel que no termine? Vi una distribución del poema en estrofas regulares y respiraderos o blancos en las líneas que dejan ver una trama suelta marcada por paréntesis, interrogaciones y, desde luego, los dos puntos (enfoque, perspectiva, sitio de la mirada) a cuya condición de escalón me referí en una carta anterior. Nunca comas, nunca punto y coma, nunca signos de admiración ni puntos suspensivos, ni mayúsculas ni punto final, sólo la interrogación, la acotación y la plataforma de la enunciación desde donde se lanza al vacío el texto.
Todavía no me había respondido cuando se me ocurrió otra vislumbre sobre el texto. Creo que ella es una mujer-ojo, una Polifema polisémica y polimorfa, que se ve y ve, que tiene espejo y balcón, que se refleja y mira a su alrededor. Ella es toda ojos, mira, espía, se desdobla para verse o se incluye en el otro para verse al verlo, etcétera: como un ojo sobre mi/ el sueño lanza sus círculos concéntricos/ un ojo de agua para asomar la mano (…) cual un ojo que se mira viendo el fondo de un ojo {…) y yo miro la frases que te escribo (…) y escribo para mirarnos leer y de eso también vivo, etcétera, etcétera. Una última ocurrencia, que se desprende casi como una fruta liviana del entramado de esta numerosa poesía: los dos puntos son dos ojos, tal vez como ojos de lenguado (literariamente consagrado mejor como rodaballo), que avanzan por el fondo rastreando la línea del poema, registrando a su paso las evoluciones de un intercambio entre mujeres que sólo puede ser visto a través del vidrio, que no se dejaría tocar por manos torpes y oír por oídos bastos. Y te suelto, para terminar, esta línea: She is looking us, she is looking as Lukin. Espero tu respuesta, tuya, T.