Sobre su obra

Como se lleva a un niño de Liliana Lukin

Por Victoria Palacios

¿Cómo retomar la pregunta sobre la poesía y la experiencia frente a lo ineludible, el fracaso del lenguaje frente a la muerte del ser amado? Liliana Lukin extiende la pregunta en este nuevo libro contra todo desgaste. La música, la intimidad de la voz poética y del cuerpo, temas trabajados por la autora persistentemente en su obra, son retomados en otro tiempo, un movimiento que apunta a la reflexión poética sobre el/los duelos. Conmocionada por la pérdida toma su pluma amorosa, erótica del ser deseante y apunta a la dinámica de las imágenes compartidas para desarmarlas y así, con el carozo todavía verde de los frutos del amor, desarmar lo repetido, extraer lo único e irrepetible de la experiencia poética. El pasado registrado a modo de diario íntimo _y al que nos invita a transitar_ es ahora iluminado por la fuerza de un sujeto poético que posiciona su voz y mirada en un presente de la lectura que es potencia encarnada:

Enero de 2018: “He visto dos veces trabajar a la muerte ante mis ojos:/ la primera en el rostro de mi hermano que se iba/ hacia atrás, adentro, al fondo, sin habla, pura máscara/ de lo que queda todavía./La segunda es mi vida, mi otro en el amado que retira/ su voluntad leve y lentamente, que regresa a sí mismo,/ y como una tormenta en el mar, se va,/cansado avisa que se va./Y así estamos, ella nos canta su canción/ que no escuchamos, y a pedacitos arrancamos/ carne para morder/ de esa turbia melodía”.

Como una invitación a transitar una cinta de moebius, la voz poética inscribe, en este primer poema de Como se lleva a un niño, dos experiencias de duelo en un montaje sobre la cualidad, el sentido y la dinámica de la mirada: «es una `lieson’ entre ambos libros: escrito dos meses antes de que el final de mi compañero sucediera, en marzo de 2018, es un texto que religa ambos mundos, porque ambos mundos son el mismo mundo, donde una ‘poética de la experiencia’ habla de la continuidad de los finales (Revista Adynata, 2020).

La voz poética en tránsito, nos conduce a una tensión entre la imagen y la palabra. Un sujeto que mira y que es mirado, escindido, entre un recorrido posible y el campo de lo común: «Desperté con esa frase y él, presente, intacto venía/ hacia mí de negro y azul, flotando desde un fondo/ oscuro y móvil, como en una película que filmara antes/ de despertar o la que vi en la noche,/ hermoso, hermoso, venía a mí, y en esa duermevela dije:/ “adiós, adiós, hasta nunca y me quedé con los ojos abiertos”.

La vacilación entre la expectación atenta en el intento de captar lo irrepetible de la imagen del recuerdo, su fugacidad, el cuidado de sí y un universo que debe discurrir; puede anclarse en el título. Este funciona como un pliegue del libro que encarna el gesto poético autoral bajo una construcción comparativa escindida que se extiende en la cita derridiana, y el homenaje que sostiene la furia de lo innombrable, un “dolor que no tiene tradiciones”, lo que no halla cristalización: “Como se lleva a un niño, llevar su ausencia, mi duelo crecido/ y alimentado mecerlo en brazos, contra el pecho rozarlo,/ rozarlo en el regazo, con cuidado/ hago la vida mientras sé que él se alejará, de espaldas,/ dándose vuelta para mirarme cada tanto, por eso voy/ de nuevo atenta al niño que llevo de la mano”.

Frente a la pregunta que no encuentra respuesta ni referente en el orden del discurso, la voz poética trabaja como potencia, contra el desgaste de la imagen, extrayendo su pigmento, la luz, la nota que se instala como deseo de desear: “Seguir extenuando emociones, masticar/ la pérdida de lo perdido, recrear la verdad/de tu vida, mi vida, sin repetir ni abandonar:/ si hay una fórmula es mi deseo de desear./Ninguna ley me da letra ni motivo, es el cuerpo el que pide más”.

Territorio del duelo (el duelo como territorio), el sujeto se acuerpa en la escisión hasta la extenuación, en la disputa por el sentido que no da aliento, extrae “la lengua amada que en su boca dejó huellas”, de una “intimidad que se derramaba insuficiente, simple, cambiante”, relee “absorta entre la letra y los hechos”, “tuerce y retuerce” los pensamientos, sin redención, enuncia como manifiesto poético: “yo hablo en la lengua para el que futuro está detrás y el pasado delante: en la sintaxis, el concepto, la gramática, esa lengua que no aprendí habla por mí”.

Este desvío del movimiento del tiempo es un impulso de insumisión que hace escuchar “El sonido y la furia” en un campo de prueba. Liliana Lukin trabaja la relación del significante con el cuerpo como una caja de resonancia modulando los alcances de la voz y de los sentidos compartidos, ahora privados, de las huellas que dejó la felicidad en este mundo.

No embellece nada, no adorna, no exagera, con honestidad intelectual respira profundo y vuelve a sumergirse en el instante existencial acontecido para revelarnos la crudeza de la labor poética, y eso se agradece:

“Ninguno de los dos sabía

nada del por venir, y si hubiera sido al revés,

él también estaría mirando mis fotos

dulcemente el resto de su vida”.