Sobre su obra

Lo errático, el olvido y las fechas

En revista Espacios nº 7, Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires, 1988.
Por Américo Cristófalo

Un raro movimiento de fechas reúne Descomposición y Cortar por lo sano. El primero, cuyos poemas fueron escritos entre 1980 y 1982, se publicó en diciembre de 1986. El comentario de contratapa da cuenta de que la autora “espera desde 1985 la edición por la secretaría de Cultura de la Nación del libro Cortar por lo sano, 1º premio del Concurso Nacional de Ediciones Culturales Argentinas”. Y Cortar por lo sano finalmente fue publicado en octubre de 1987. En el calendario de la escritura y las publicaciones, la fecha en la que fueron escritos los poemas que lo integran es 1983.
Pero cuándo, un cuándo de otra legítima composición temporal, el objeto de Descomposición, cuándo el de Cortar por lo sano.
Una hipótesis no demasiado aventurada conjeturaría una relación de contigüidad entre ellos. Una relación que no está en la trama de las fechas, que está en el modo de abordar dos estados del cuerpo: el cuerpo en descomposición y el cuerpo en ausencia, el cuerpo cortado. Articulaciones de la memoria y el olvido, de la palabra, el silencio y el deseo.
Por su tendencia a la instantaneidad se puede imaginar un grado cero de la historia de escritura de un poema. Sin embargo hay historia, en otra parte. Dos momentos del cuerpo: dos momentos políticos, dos momentos de lenguaje. Frecuentemente la crítica señala que la poesía argentina, en el período que va de mediados de la década del setenta a mediados de la del ochenta, se llenó voluntaria o involuntariamente de muertos. Se sabe que las pestes medievales indujeron a la confusa conciencia del carácter igualador de la muerte, un suerte de democracia pestilente de los cadáveres frente a las jerarquías señoriales del amo y el esclavo. Pero lo que es verdad para el medievalismo filológico no lo es tanto para la lectura poética.
Acá la muerte tiene estatutos. No se puede, sin un ingrato gesto de displicencia, abandonar a un equilibrio generalizado los “Cadáveres” de Néstor Perlongher, los de quienes prolongaron, durante algún tiempo, la prestigiosa imaginación de la muerte del, ya entonces, llamado neo-romanticismo del cuarenta, ni los exquisitos cadáveres, aunque sólo fueran del orden de lo significante, de la corriente que va del hiper vanguardismo a la posmodernidad. Hay diferencias. Liliana Lukin ocupa un espacio en el espacio de esas diferencias.
En Descomposición se dice “el cuerpo más cuerpo es el cuerpo muerto”, y se dice también, análogamente, que la palabra “apesta”. Este lugar común de la palabra y el cuerpo muerto es entonces un lugar de interrogación por lo histórico, pero no es menos por eso un lugar de vacilación interrogativa por la palabra. ¿Cómo hablar del escenario social de la muerte, con qué voz?. No hay una posición segura de la voz, ninguna garantía para la ya de por sí inestable irradiación de la poesía en el campo de la institucionalizada mercancía de los géneros.
Descomposición tiene algo de la crisis beckettiana del Innombrable: la brutal reducción del cuerpo en silencio, es decir del cuerpo que ya no tiene signos corporales, al rumor abstracto e ilegible de la voz y la obsesiva obstinación de la voz por seguir ejecutándose, quizá para desde esta alucinatoria ejecución recuperar no el tiempo, las fechas, sino el cuerpo. Extrañamiento de los cuerpos robados, de los cuerpos residuales, y persistencia, continuidad inaudita de la voz. Persistencia pues que, en su sentido etimológico, podría ser calificada de obscena, una perduración fuera de lugar, fuera de escena. En esta paradoja está Descomposición. La voz convertida en “testigo de cargo” de los vestigios del cuerpo, una voz que, por horror o por velación ideológica, hubiera debido enmudecer y, simultáneamente en su reverso, el cuerpo emabarrado, herido el cuerpo cortado de la voz.
Momento de alta politización del lenguaje cuando opera, como en estos poemas de Lukin, tanto por su versión como por su reversión.
Desaparecido este año de un modo casi anónimo, decía René Char con algún válido optimismo: “Algunos reclaman para ella la prórroga de la armadura: su herida posee el tedio de una eternidad de tenazas. Pero la poesía va desnuda sobre sus pies de guijarro, no se deja reducir en nada”.
Esta poética parte de un primer movimiento: la consideración del poema como un cuerpo sometido a las mismas reglas de desintegración y silencio que rigen fatalmente al cuerpo; y un segundo momento, su inversión, que se atreve, aún a pesar de todo, una fuerza que permite salir al lenguaje, romper la temida clausura del silencio real. Esta desobediencia, del poema, irreductible según Char, no es lingüística en su sentido puro-de ahí la insatisfacción que dejan las lecturas desproporcionadamente tecnificadas de la poesía-, es política. Si hay una fisiología de los textos, también hay una política. El poema, como el Innombrable de Beckett, sigue hablando. Otros discursos, específicamente el discurso politico (a menos que acepte el riesgo de ser escuchado como una parálisis cuyo término es el dogmatismo), y también el discurso de la crítica que a primera vista parece a salvo, sucumbren al espectáculo del sielncio, del olvido.
“Nadie olvida nada”, dice Descomposición, y unas cuantas páginas más adelante, en una inflexión continua, agrega: “nada/ las palabras: el hueco donde no cede esta memoria:”.
Una observación más textual ahora. Rodeado por dos citas de Kafka tomadas de “En la colonia penitenciaria” (una referida a lo cortante de la escritura, la otra a la herida por la que se la descifra) y precedido por un fragmento de Barthes (la ya célebre indicación sobre el placer de la escucha indirecta del texto), Descomposición se ofrece a un vaciamiento de orden: no hay índice, no hay números en las páginas, hay un epílogo al comenzar y un prólogo al acabar, como si dijera: la descomposición es un modo de componer.
Hay otro cuerpo en Cortar por lo sano. Un eros del cuerpo deseado. Si el cuerpo en descomposición, por su realidad obsesionante, no puede ser abandonado al olvido, el cuerpo deseado pero ausente no puede ser reconstruído por la memoria: “No poder/ recordar un rostro” inaugura el largo poema que es el texto. Hay en Cortar por lo sano una amenaza de narratividad. Otra vez la escritura se inflexiona, piensa en un “para sí” y ese “no poder/ arma una historia”.
Sin embargo este errático narcisismo de la escritura es siempre una amenaza. El poema teinen algo de tautológico. Si el sujeto es errático, el objeto está siempre en el horizonte de una amenaza. En todo Cortar por lo sano se escucha la resistencia de un cuerpo. Alguien no puede aparecer, una historia no puede ser contada. Todo el tiempo signos insuficientes de una escena posible: una ventana, una pieza de hotel, un cenicero, algo de lo que el otro dijo, hacia la mitad del poema hay un punto de esta tensión que es remarcable: se le dice al lector que una historia va a ser contada: “paso a contar: paso a paso”. Alguien parece dejar su vagabundeo, va a pasar a contar, que alguien-en la sorprendente contundencia lógica de la escritura-solo pasa a “paso”. El sujeto recupera el error. Otro modo de no estar? que se asegura territorios todavía menos equívocos, todavía menos firmes en la tercera y última parte del poema cuyo título es “libro de viajes para un cuerpo en fuga”.
Esta extranjeridad del sujeto y esta ausencia del cuerpo constituyen otra figura política, la figura adversativa del posibilismo podría decirse: la construcción del deseo como un lugar imposible y deseado.
También en Cortar por lo sano la memoria, el olvido y el lenguaje comprometiéndose: “él pronunciaba y yo recuerdo/ y ésta es la cuestión de la muerte”.
Se dice ahora que es imprescindible que los textos pregunten, las preguntas son éstas: ¿se puede dejar de leer una integración entre el cuerpo desintegrado en Descomposición y el imposible de Cortar por lo sano? ¿Qué une los cadáveres de la historia fechada con la imposibilidad de contar una historia?