Sobre su obra

Descomposición

De la presentación del libro, el 19 de junio de 1987.
Por Daniel Link

Podría empezar diciendo que me gusta el libro de Liliana Lukin, pero eso me obligaría a tratar de Justificar ese me, esa primera persona incómoda, que en este caso, además, parece carecer de legitimidad. Me obligaría a tratar de explicar por que a mí me gusta el libro de Liliana Lukin, y por qué puedo decir esto públicamente, tarea ingrata. Me obligaría a justificarme en relación con este libro y no podría decir sino que el apellido aquí impreso -Lukin- reproduce el mío de manera anagramática, con una u que queda suelta, una disyunción, un desperdicio. Al menos este rodeo me permite decir eso: que toda lectura tiene un desperdicio, una u (verde) que queda fuera del recorrido elegido.
Empiezo, entonces, por una constatación: la poesía (palabra que habría que pronunciar con temblor emocionado en la garganta, pero quién se atreve), la poesía sobrevive sobre las ruinas de su propio desmoronamiento: hay (fenómeno infrecuente desde hace veinte años) varias editoriales especializadas y una cantidad considerable de revistas, y hasta un periódico, consagrados al género.
Los modos de esa supervivencia, claro está, es lo que habría que plantearse y, ciertamente, de eso está hablando Descomposición
No puedo dejar de insistir en que este libro habla de una manera de mirar el mundo, de una manera de leer y, también, de un estado de la poesía de hoy:
«esto/no lo aguanta/nadie»
leemos en la última página de la última parte que, como se llama «Pró-logos», bien puede funcionar como la primera (leer poesía es difícil ). «Esto/no lo aguanta/ nadie». Y en la primera página, los primeros versos son «esa manera de/estar». El relato se arma: esa manera de estar (del mundo, de la literatura), no lo aguanta nadie.
Descomposición quiere decir desarmado pero también descompuesto. Es por eso que más que poemas este libro reúne fragmentos, y es por eso que una y otra vez se queja del olor: «mientras rajan / por los huecos / sube un olor» dice el texto: el olor a mierda de la historia, esa Pandora,,
Descomposición confía todavía en la historia, en la memoria y en la responsabilidad de las formas. Se ve, es un texto anacrónico, muy ligado a las poéticas del setenta. Creo que hoy, cuando muchos poetas se perciben como arrojados en las costas de los ochenta, salidos de la nada y por lo tanto sin historia; hoy, cuando desde diversos lugares suena una voz paradójicamente unánime reclamando precisión, emoción, depuración, técnica, comunicación, racionalidad, brevedad, claridad, orden, comprensibilidad y economía de lenguaje; hoy, en estos ochenta tan mal trazados, el libro de Liliana no puede dejar de suscitar cierto malestar: introduce, una vez más, el desperdicio, el suplemento formal, la oscuridad y la resistencia.
Resistencia que es a la vez la resistencia del cuerpo y la resistencia de la escritura; y no en vano son dos los epígrafes que convocan al Kafka de «En la colonia penitenciaria» y que hablan de esa máquina, ese dispositivo de exterminio que liga de manera insoportable el cuerpo y la escritura. El cuerpo y la escritura en Descomposición, desarmados, descompuestos, pero además, el cuerpo que sufre y soporta la escritura, y la escritura como legible sólamente en las heridas del cuerpo. ¿Puede pensarse una metáfora más exacta, más inquietante y más radical para el proyecto (estético y por lo tanto político) que Descomposición parece realizar?
«Escribir como un perro que escarba su agujero, como una rata que hace su madriguera. Y para eso, encontrar el propio punto de subdesarrollo, el propio dialecto, el propio tercer mundo, el propio desierto» (Deleuze y Guattari).

Muchos estilos o movimientos literarios de la poesía de hoy, “aún reducidos, no tienen sino un sueño: desempeñar una función mayor del lenguaje, ofrecer sus servicios como lengua estatal, lengua oficial. (…) ¿Por qué no soñar lo contrario: ser capaz de crear un devenir-menor?” (Deleuze y Guattari),

Ese es el sueño que sueña Descomposición y por eso trae a Kafka (nadie podrá acusarlo de barroco), y por eso liga la escritura y el cuerpo en esa máquina horrenda llamada proceso, y por eso nos reinstala en los setenta, y no digo retrocede; ¿acaso hay alguien que pueda afirmar que los debates estéticos del setenta ya fueron cancelados? He ahí nuestro propio subdesarrollo, nuestro propio desierto. Ahí, también, lo que la poesía de hoy parece querer olvidar cuando proclama los fracasos del pasado y postula para hoy una lengua poética oficial (orden, racionalidad, economía), una lengua poética en la que esa u, ese desperdicio del comienzo pasa a ser «la paz de los pastos sembrados de animales». Ahí, finalmente, la madriguera de la rata.
La escritura de Liliana Lukin plantea otra marginalidad: construye una voz femenina. Y ya se sabe que el Estado está constituido por varones (y tampoco todos: en el Estado no hay lugar para la voz de las mujeres ni para la de los indios).
Descomposición las evoca: en ese sueño del devenir -menor, en esa zona lingüística tercer mundista.
Quiero decir: ni la voz de Alfonsina que clama por el derecho femenino, ni la voz de Pizarnik que tematiza el deseo de sí, el espejo, el cuerpo de la otra que es ella misma. Lo que hay en el libro de Liliana es la descomposición de las imágenes oficializables de la mujer-poeta: ni la madre, ni la enamorada, ni la reivindicatoria.
En estos textos suena una voz, sexuada sí, pero no marcada por las convenciones de la lengua poética.
El primer poema plantea, precisamente a partir de la oscilación masculino/femenino «esa posición // fuera/de sí». Leo el poema.
¿Cómo ser mujer-poeta sin ser Alfonsina o Pizarnik?
Así, contesta este libro, descomponiendo esas posturas (fotográficas) y rearmando con esos restos una posición, sexuada pero a-genérica, contradicción que hieren el reclamo de precisión y comprensibilidad.

En el Estado actual de la poesía no hay poetas-mujeres, se dice.
En Descomposición uno puede leer que «esto / no lo aguanta / nadie» porque «hay aquí un silencio oscuro / que nada tiene que ver con el silencio» y porque «Nadie olvida nada pero / nadie puede recordar».
Por eso «esa mujer supone una presencia» y la escritura viene como «el hueco donde no cede esta memoria: / restos rémoras rezagos».
Precisamente esos restos de los que este libro está tramado: este des-orden, esta im-presición, esta su-puración de cuerpos hechos pedazos y una escritura que también estalla y nos obliga, al leer tu libro, Liliana, nos obliga a repensar la posibilidad de reconstruir la emoción (la que hay en Quevedo, en Vallejo, en Gelman y en Arturo Carrera) a partir de lo que somos: un puñado de frases desarticuladas, un rumor de lengua que hay que rescatar del pasado: «una palabra que nadie puede decirme», ese:»saber y no saber», ese: «no diré que ví que estuve» y estar diciéndolo.
Es por eso, seguramente, que aparece ese otro epígrafe, este sí barroco (el de Quevedo), para decirnos: «mira por tí que aquí no/tienes otro padre ni madre».
Creo, Liliana, que esas son algunas de las razones por las que me gusta tu libro, a las que agregaría el hecho de que tu libro puede desencadenar otra escritura y “la escritura llega en el momento en que la palabra cesa, es decir; a partir del instante en que no se puede señalar ya más quién habla y solo se comprueba que eso comienza a hablar” (Barthes) y, por fin, el hecho de que Descomposición responde, felizmente, a “una elección tomada en el combate de los hombres y los signos” (Barthes ). Y no es poco.