Sobre su obra

Una aproximación a EL MUSEO DE LA INFANCIA, de Liliana Lukin

Por Mario Nosotti

Pues este es mi proyecto: filmar una mano con mi otra mano: entrar en el horror. Me parece extraordinario, me da la impresión de ser un animal. Peor aún: soy un animal que no conozco.

Hay algo de esta cita de la cineasta Agnés Varda que figura en el nuevo libro de Liliana Lukin, algo de ese movimiento, que podría leerse como un símil de lo que hace la autora: mirarse a sí misma como si fuese algo extraño, un animal, como una mano mira a la otra. “Somos lo que se ve: somos / esa piel puesta a secar / entre dos penas, /somos la estaca y el suelo / donde yacer y el sol y la / lluvia que caerán debajo / del ruido del caer: no hay / secreto: lo que se ve / es lo que es, lo que se da / a ver, y es todo, / entero como ese cuerpo/ que pide agua y sed.”

Mirarse, indagar, escudriñar no con los ojos, sino con la memoria de una mente portátil, un trabajo de edición, de compaginación de imágenes, de palabras que surgen de un espacio sin fondo. “Con la mano, es como pelar un durazno / con la mano: la piel se rompe, húmeda,  / jirones que voy sacando y amontono / unos sobre otros….”.

En esa observación en la que la identidad se anega nos asomamos a una grieta, algo que nos aterroriza pero a la vez nos dice de lo propio, “una fruta exquisita, llena de surcos(….) el corazón de mi desdicha”.  “Somos lo que se ve”, o “lo que se da a ver” cuando el acercamiento es tal que permite el desenfoque: entonces lo mimético se extraña para que surja  otra trama, una trama descubriendo una historia, hilándola en nuestro presente.

Como ese animal íntimo y extraño, la memoria es respecto a su supuesta verdad inapresable, siempre incompleta o falsa, imaginada, y sin embargo, los finos hilos de la sangre “cosen mis días”.  Como alguien que trabaja con detritus, con hilachas y fragmentos, que insiste en excavar en el olvido, esa  “tierra extranjera donde el mapa descubre / un previsible tesoro enterrado”, padres, madres, “la cinta sin fin del amor / y del no amor”.

***

Volátil, inestable, como los sedimentos que maceran en el agua sacudidos de pronto por los pies y las risas, la memoria retiene en su cedazo algo de lo que hubo, como un eco doblado, transformado: “hubo felicidades de cuerpos ajenos , hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia”.

Y sin embargo, “aunque mire más hondo aún, no lograré ver ni la mitad de lo vivido”, “las marcas del daño se borraron”. Consiente de este desafío, de que  “La pérdida siempre está hambrienta” (Pascal Quignard) y de que, de algún modo, “Cada uno es su propia trampa”, la memoria de Lukin es también esa danza de contrarios: no uno u otro, sino uno y otro, algo que nunca es puro: “Deberían separar / la paja del trigo, si hubiera separación / si hubiera espacio en el cual / algo estuviera entero”

***

La memoria se guarda en pequeños cuadernos, dibujos infantiles,  fotos, palabras recordadas, es como un yacimiento de hallazgos esparcidos en la infinita negrura, la claridad infinita: “Destapo la caja de fotos como si fuera Pandora, con deseo y con miedo / miro superpuesta la vida que tuve”, “las fotos como máquinas de sentir, feroces réplicas”, “Esquirlas de lo que fuimos”, “Un largo collar de pequeñas penas y dificultades”.

En la poética de Liliana Lukin el daño y la belleza siempre están cerca, la soledad también, y la flor crece siempre al borde del barranco (Montale), en ese borde heroico subsiste como una llamarada: “proliferar en mí misma, y en el pequeño / universo que hace lugar a mi insistencia”, “y que ningún pasar destruya / los brotes de eso que llamamos felicidad”

***

Invocar un pasado, recrearlo en lo escrito, le permite también el ajuste de cuentas: “A cierta edad, casi todas las poetas / tienen una madre que escriben: ajustan sus cuentas, sus caricias”  “no vivo con ella pero ella/ vive en mí, me arranco / si puedo el veneno/ de su flechas/ de su fingida inocencia”.

Hay en toda la obra de Liliana Lukin una voz vulnerable que es capaz de auscultar las fuerzas negativas, las pérdidas, lo efímero, los mandatos ocultos. Hace falta regodearse en la ausencia  y la muerte, en la desolación, sostener el fantasma con altura, dialogar mano a mano con él hasta que “ya es suficiente”,  y entonces levantarse. En Lukin siempre está el hambre, el impulso de regeneración; ese es el camino en espiral que sus poemas transitan. Enhebrar un discurso en que la vida sea propicia, sin esquivar las sombras, aprendiendo que en la intemperie descubro mis aliados, en la debilidad mis fuerzas: “Algo susurra, soy mejor / que mis propios recuerdos de mí”.

****

Este libro dialoga, aún en un registro diferente, con Carne de tesoro, publicado en 1990: “Años y escrituras distancian (…), pero también acercan la que fui, a la que soy”. Hay en la obra de Liliana un constante trabajo con la letra, una lucha cuerpo a cuerpo contra la peripecia, un sentido creado en la descomposición del lenguaje, en un anclaje donde el significante busca su propio sentido. Poesía que da tumbos, pesa,  y también vuela, se aliviana y es llevada por el viento,  “un cuerpo suave y pesado / que va rodando sobre la noche/en los ruidos de la noche/haciendo huellas en él” (Rueda, de Carne de tesoro)

Nicolás Rosa se refiere a su estilo como a una estética de la oquedad, un pacto negativo con la ficción representativa: “allí donde el cuerpo falla comienzan las palabras que tienden a suplir esa falta: pero las palabras no llenan huecos, sino que generan nuevos vacíos, nuevas intemperies”(Los fulgores del simulacro).

Cierta prosodia hirsuta, que parece tallada con navaja y que recorre el resto de su obra, en este libro se suaviza, se hace más llana sin perder su vigor. Es como la llegada a algo, un lugar que recibe a quien dio mil batallas, la que ahora es capaz de aunar y recibir todos los frutos, “hacer un edredón con las ideas del poema” (en Carne de tesoro).

***

Precisando el diálogo que establece este libro con otros de la autora, yo querría ligarlo con uno más o menos reciente, un hermosísimo libro publicado hace un par de años, titulado Como se lleva a un niño, y que es entre otras cosas un libro sobre el duelo de la persona amada. Me pareció que iluminaba, como entrando por otra ventana, una zona a la que se podría ligar este  museo de la infancia, la infancia como museo, como teatro de sombras, como esas vocecitas que murmuran desde lejanos paisajes pintados en cartón. 

Como se lleva a un niño es la demostración de que a veces las palabras son capaces de abrigar la presencia de lo que ya no está, al tiempo que revelan algo de lo imposible.  Nunca más se podrá restituir lo que se invoca, lo que la letra trae como una conmoción, una sangre de tinta donde resuena el peso, la voz, el cuerpo de lo ausente. Y es también ese filo, es esa paradoja la que transitan los versos de este nuevo libro: restituirnos algo desaparecido a partir de la inscripción de su ausencia.  

***

Liliana Lukin viene construyendo una poética donde el cuerpo, el erotismo, el juego de los simulacros, la dinámica del deseo, se formulan de forma  tajante y a la vez calibrada, con una intensidad que no teme exhibir sus turbulencias. El oxímoron – uno de los recursos que suele utilizar- es uno de sus  modos de decir la “presencia de lo ausente”. En el hilo capaz de resistir a la disolución volvemos a encarnar algo de lo vivido, lo que supimos cierto como cuerpo, como un tono de voz.  Este Museo de la Infancia es una formade conjugar la muerte, la muerte como verbo, porque esta sigue actuando en lo que queda de lo que se fue.

Que la muerte trabaje, eludiendo la manipulación tranquilizante, que siga su proceso como la condición primera del regeneramiento, eso es lo que esta voz sostiene, una apuesta a volver a florecer, a la continuidad de la vida. Mario Nosotti, (Junio de 2023)