Sobre su obra

El Museo de la infancia

Por Laura García del Castaño

La piel, las fotos, los restos, la esquirla, la piel, la cáscara rota irreparable ya no máscara sino residuo. La piel. La obsesión. La mordida. El mapa retenido. No obsesión por lo que veo sino por lo que no puedo ver. No obsesión por lo que transcurre sino por lo que no discurre. Por el atorado resto que no escapa al pensamiento circular. No hay dejarse ir sin marca de dientes. No hay piel sin marca. Sin mordida. Siempre hay serenidad en la certeza. ¿Resignación?

Museo Lukin es una operación de suma y resta, una visión atemporal, un viaje por los túneles de la memoria, un desaprendizaje de la maternidad, la contracción de la orfandad siempre por nacer. Pero todo este capital de lenguaje simbólico- poético, ya lo venimos teniendo con Lukin, porque Liliana nos ha ofrecido siempre habitáculos limpios, salas templadas donde ella ha desclasificado, mentalmente, emocionalmente, retóricamente, su bucear profundo a la experiencia humana. Nos lo ha dado de leer con delicia y agudeza.

 Un museo es ante todo el sitio para internarse, un lugar para intentar mirar a lo hondo. Un lugar que da siempre la sensación de que es sin salida, hermético y sin salida. Nos ofrece instalaciones, donde los objetos, las imágenes, para nada extraviados, sino completamente clasificados, consabidos, a efectos de la luz y el aislamiento, se distinguen en su integridad o su desprendimiento. Piezas que por el paso del tiempo y ciertos tratamientos se han vuelto en apariencia incorruptibles. El pasado de estos poemas no es incorruptible, se mantiene en una conmoción semidespierta, hasta diría que en alguna especie de promesa reciente: “Escribo como si oyera órdenes, sombras en las esquinas de la conciencia, en los pasillos del ardor haciendo equilibrio sobre la pista de hielo del pasado” (el pasado como un terreno resbaladizo siempre dándonos esa sensación de que seremos derrotados si intentamos atravesarlo).

Un museo es también el lugar de lo disecado, de lo rígido, de lo perpetuado. Aunque, las pupilas de lo disecado aquí son brillantes y mordaces y lo rígido se agita, está vivo, es volátil como las cenizas del padre que caen en el vestido de la hija, o el amor incondicional de los hijos moviéndose en las palabras. A pesar del carácter evocacional de los versos, éstos parecen tener una movilidad súbita. Los seres de este libro están aún goteando, supurando, en equilibrio. Son espléndidos en su “atuendo de melancolía”. Aún están ejerciendo sus gestos, su pena, su pérdida, su dominio. La enfermedad negocia autoridad por ternura, la muerte besa en los labios, la desmemoria regala flores, las fotos muestran “las criaturas de las criaturas, en los brazos carnosos de lo anterior”. Estos seres repercuten, resucitan, aún saquean, rompen, aparecen y desaparecen. “La pérdida sin retorno que vuelve y vuelve sin nombre propio en cualquier nacimiento”….” Ya deseo más con el lenguaje que con el cuerpo y una serie llamada dolor, seca y suave, proyecta su lenta repetición, su partitura, sobre una serie ambigua llamada amor”.

Lukin direcciona a cada una de estas piezas una intensidad, un juego de luz o de sombra específica. Revela el negativo para que nosotros podamos doler y reflexionar al unísono, para que podamos sentir la mordida de su pensamiento, para que podamos esclarecer posándonos en las roturas.

Un museo donde esta exhibido lo inacabado. Un museo donde no se monta la escena, se la desmonta, se avanza hacia atrás. Donde nada está cubierto y estacado, sino que aun reverbera, aún está ofreciéndose, con aspecto apacible, a veces previsible sigue cayendo.

“Desde esa fractura viene y viene un tránsito que no termina”. Lo conocido que aún es desconocido, ruinas atesoradas y fantasmas impresos que aún tientan, punciones de los restos que fuimos pero también de lo que no fuimos. Un museo donde hay registro, pero donde también hay piezas no exhibidas: “cadáveres pequeños apilados”.

Un museo de cuatro salas, partiendo del uno a lo universal. La sala del espejo, de la madre. Su cáscara, el juego del desprendimiento “de su veneno, de sus flechas”. La sala del desgarro. Qué parte de ella soy, se pregunta. No la niega ni se funde a ella. La absorbe hasta el encuentro contradictorio y doloroso con la propia piel, suelta, desprendida pero propia. Encuentro con el Ardor.

Una sala de ternura y desvelo, porque la de Lukin siempre ha sido una mirada desvelada, un verdor noctámbulo, de lo que no descansa. Confiesa cómo escribe, cómo perdona, cómo insiste, cómo se ausenta, cómo es perseguida por el sueño de sus padres, cómo persigue el amor de sus hijos, escribe cómo desparrama fotos en la cama “tapizando el espacio del dormir” y del vivir, escribe cómo alimenta y cómo fue alimentada, todo eso hecho de carne, de visiones, escribe y “da flor, incansablemente”.

Lo advierte: hay lenguaje porque hay tajo, porque hay herida. Una grieta entre su madre y ella, una grieta como un campo minado de explosivos inactivos, no disueltos. Hay siempre una grieta entre la realidad y el sueño, entre la infancia y la desmemoria, entre el pensamiento y la emoción. Mirando la quebradura, caminando en cada pliegue, habla. Allí en la fractura escribe. Pero no como fracturada sino como supuesta liberada, un poco desde lejos o haciéndonos creer que está lejos. Un dominó de piezas unidas entre si forman un collar. Un montón de esquirlas unidas entre si alrededor del cuello de la madre y de la hija.

Ella traza un trayecto, “de lo que quise a lo que pude”, “de la que soy a la que fui”. Ella camina en círculos por la fractura, desclasificando, deconstruyendo, desmembrando el collar. Ella no da testimonio. Mastica muerde. La boca es el cuerpo del libro. La boca como receptáculo y a la vez el lugar del deber y el lugar del desliz. La boca alcanzada por el lenguaje. La boca como matriz. La boca que da alimento y canto. La que obliga a hablar. «Perdono en las fotos a quien no he perdonado en el suceder» dice.

Segunda sala, el reflejo de la madre. Su resplandor. Sala de la réplica. Aquí Lukin perfecciona una escritura honesta, de textura áspera y condensada. Verdades frágiles y oscuras, interlocutores ausentes. Respiraciones rápidas, entrecortadas, colores musgos, con el infrarrojo de la noche. Completamente lúcida. Se produce un dualismo, una mirada exigente, de hija, cruza a otra compasiva, de hija-madre, una mirada extenuada. Esa mirada exigente y esa otra mirada compasiva tejen una voz coral. Hay recreación de escenas domésticas, algunas infantiles, reconquistadas por la inversión de roles. No hay nada ignorado, todo se muestra como destino ya escrito, preconcebido. No hay sorpresa, hay muestreo, como en un museo: esto debía ser así y lo fue. Esta partitura no se rompe, se continúa, aún con pesar, con saltos, con olvidos.

Me atrevería a decir que es un libro donde no hay deseo. Ya ha sido perpetrado todo. Ahora el tiempo corre al revés. Ahora es la desmemoria, la desvinculación, el desarme. Y en ese desclasificar las piezas hay testimonio. Pero ella no busca dar testimonio. Ella juega por momentos a estar liberada. Se superponen las piezas, se dan de mamar. Ella hija y a la vez madre, simultáneamente.

Tercera sala. La sala del círculo, de la proyección de la madre y de los hijos. Habla de sí. De la sombra de los árboles familiares. Nombra. Restituye a las cosas su pertenencia. Da a las pérdidas su valor. Parecido a la percepción después de un shock, así escribe. El collar al cuello es reemplazado por el cordón. lo trenzado. Cambia la sujeción. Cambia el modo del vínculo. El cordón anuda y da sostén y aún así no es suficiente. Va de lo impropio a lo propio. Aparece el padre, la pérdida se despliega, la pérdida para todos, siempre vigente siempre insaciable. Es un duelo unánime, no de ella sola. Duelo de la prevalecencia y de la desvanecencia. La niña perdida en la niebla aún escribe lo que no puede recordar. Duelo del secreto idioma de la madre anciana. Duelo de la incompletud. De la memoria y “sus pequeños cuerpos que brillan en lo oscuro”. Y el tiempo, eso que se da y se quita y se devuelve como un objeto, termina resolviendo todo: la infancia, la memoria, el sueño, el duelo, todo lo irresuelto por lo humano lo hace el tiempo, en su círculo de pérdida.

La cuarta sala es la condensación luego de un despliegue. Lo más angosto, lo doloroso en su contenido más tangible y vital. Una franqueza potente y casi silenciosa, hace un recuento de los restos, interactúa con los fantasmas. Aparecen otra vez la madre, el padre, la hija, pero con entera desnudez, dispuestos en sus mundos paralelos, en un diálogo separado por una especie de cerco cristalino, como visitantes. Visitantes que de un mundo a otro mundo dialogan, se acunan, cumplen sus últimos rituales, actúan “la cinta sin fin del amor y del no amor”. El juego de la ausencia y la presencia como reino. La memoria como tiranía. Pero ¿quién resuelve la desmemoria?. Quizás es el final. Ella recorre ese camino, viaja “a su propio país de desmemoria”, lleno de seres visibles.

En todos los poemas Siempre es el Dar. El Dar es la danza. Dar tiempo. Dar de comer. Dar pérdida. Dar a leer. Dar testimonio. Dar pruebas de existencia. Dar lo que se es. Dar un “proliferar en sí misma”. Dar lo que no está escrito.

Dar

lo que siempre está huyendo.