Sobre su obra

Como se lleva a un niño, de Liliana Lukin

De carta a la autora
Por Luis Bacigalupo

La experiencia fuga, transita en y es transitada por la letra, se resti-tuye en ella y algo del gasto de esa fuga se afianza allí, articulando una poética que vendría a otorgar sentido a un momento inenarrable, a salvar el hiato entre vida y arte. Signos, síntomas, malestares de un cuerpo que comprende la pérdida como operación de una productividad, de cuanto resiste ser escrito.

Si, según Liliana Lukin, se hace la escritura como se hace el amor, aquella habría de organizarse en la medida de un cuerpo, un deseo, un goce. Y cuerpo, deseo y goce –huelga decir– atraviesan con sobrada potestad el vasto territorio lírico de nuestra autora. Concluiría, por lo tanto, y solo para empezar, haciéndome cargo de este reduccionismo, que no es sino la menos elegante de las falacias, que estaríamos ante la constatación de una meta escritura.

Sin embargo, nada más lejos de ello o de cualquier otra búsqueda de carácter inmanentista que esta “poética de la experiencia” –así la concibe Lukin– a un tiempo política, erótica y ética. Lo demás es especulación. La especulación acerca de una lectura calificada para invocar la presencia de una ausencia, o viceversa, vendría a condoler o consolar la falla que da razón a lo irreparable. Leer, procurarnos hacerlo críticamente, no solo es poner en acto las potencialidades de un texto que nos invita a interrogarnos en nuestra condición respecto del otro y el mundo, sino también participar de esa forma de suspensión de la multiplicidad que comporta toda interpretación.

Lo leído, lo dolido, lo condolido, la memoria como morada de un tránsito que la tiene por destino. Una apertura que es además clausura de la significación. Acaso esta lectura deba llevarse, también, como se lleva a un niño.

En 1987, en una reseña de Cortar por lo sano, escribí: (…) Todo aquí es leído como una incesante fuga a los márgenes borrosos de la memo-ria, el sueño y la muerte. El movimiento del verso propende a lo evoca-tivo, rearma una historia que remite a la íntima recapitulación del yo, a los trazos obsesos de la imagen en el espejo, a una inflexión sobre una lectura orlada en la inmediatez histórica del cuerpo “otro”, los cuerpos, como objetos de los cuales el despojo y la crueldad se nutren (…).

Desde aquellas palabras –33 años atrás–, ha pasado mucho tiempo y demasiadas cosas, y contra ese paso a veces trágico e irrevocable, nada se puede hacer. Ya la escuela fundada por Zenon de Citio –desde
Epícteto, “pasando” por Séneca, a Marco Aurelio– supo escribir sus “manuales” y “pensamientos” sobre “la brevedad de la vida”. Desde antes, entonces y siempre hubo algo que decir, y mucho que escribir.

En esta brevedad, que en ocasiones se parece a una eternidad, asimismo pasó, pero para quedarse, un corpus de una sólida consistencia digno de ser llamado obra, y cuyos nombre y voz propios los son al punto de lo indubitable y, claro, también de lo inevitable.

Como se lleva a un niño es el último libro de Liliana, pero es además la sospecha de un libro “último”, cierre y apertura a la vez o, mejor, pasaje de un estado indeterminado a otro de inopinada determinación. Difícilmente pueda disociarse de Ensayo sobre la piel (2018), libro que transita –con minucioso cuidado, con la necesaria austeridad para un dolor más que contingente, y con un amor fraternal infinito– los duros procesos de un mal penosísimo. He visto dos veces trabajar la muerte ante mis ojos:/ la primera en el rostro de mi hermano que se iba/ hacia atrás, adentro, al fondo, sin habla, pura máscara/ de lo que queda todavía.// La segunda es mi vida, mi otro en el amado que retira/ su voluntad leve y lentamente, que regresa a sí mismo,/ y como una tormenta en el mar, se va,/ cansado avisa que se va (…).

Asoma aquí la “otredad”, mi otro en el amado, la figura del doble que se retira, que retorna al “sí mismo”.

Lukin se las arregla para sostener, con una obsesión y una tensión del texto invencibles, un diálogo silencioso ya no con el amado muerto sino con la muerte misma del amado. No hay alegorías ni ningún otro tipo de figuras extemporáneas, sino el cuerpo vivo del dolor que es su vida, su otro: ese amado que regresa a sí mismo. Hay una atención, una sed ya no de saber lo que se siente sino de pronunciar lo que se siente respecto de un cuerpo que ya no está, que ya no sabe, que ya no ocupa espacio alguno en la existencia. Cuál es el saber sobre el dolor que detenta el cuerpo en este estado de permanencia. Qué parte o medida del dolor permite ser escrita, inevitablemente escrita; cuánto del calor de una llama permanece en nosotros o del aire que respiramos cuando una ráfaga nos doblega como un junco. Ese resto –masticar la pérdida de lo perdido– es la razón por la cual un texto se realiza en la incompletud.

El dolor no es algo que se pueda resolver sino en el mundo, en la relación de uno con el otro, con el mundo. Tanto el dolor como el placer deben entenderse como acontecimientos patéticos y/o políticos que intervienen en el cuerpo del sujeto, o (la materia habilita la expresión) “lo intervienen” atravesado por el otro, constituido en una ética, en tanto otro, y una erótica que es principio de una poética que Lukin piensa sin dudas en su relación con el mundo, y, por lo tanto, política de una es-critura inscrita en el cuerpo del mundo.

Algo pareciera desintegrarse en lo que se va como así también en lo que se queda, y el duelo es esa instancia de indeterminada desintegra-ción. ¿Dónde se sitúa la pérdida?, ¿en quién se va o en quién queda? ¿Cuál es en sí el objeto del duelo? La separación es una amenaza y una inminencia. El pasaje parece convocar el mito platónico del andrógino.

Lejos de una hermenéutica, se trataría de una operación de lectura al pie de la letra, pero también a través de sus recovecos, de sus intersti-cios, de sus rasgos, de su piel. Esta es una lectura que debe ser masti-cada, ni devorada ni deglutida. Leo estos poemas para no olvidar que fueron leídos también para eso. ¿Masticación o rumiación de una lec-tura? La escritura es la huella de una pérdida, la perseguimos en la ig-norancia de que nos conduce a los fondos de un vacío, donde todo cuanto ha resistido la captura del sentido o el dictamen de una sintaxis, más o menos normada, termina precipitándose de manera irremisible.

La renuencia a un sistema que cabría situar dentro del orden de lo aflictivo lleva a pensar, o en todo caso a sentir, que no habría modo de tolerar las instancias de una sujeción a las escansiones y cadencias de un lirismo luctuoso y a la vez de una hipnótica belleza, sin salir de esto tocado o trastocado. Glosarlo o más bien transcribirlo (transferirlo) participando del cuerpo de la escritura antes de que la lectura encarne el duelo de una pérdida que el sentido, en el mejor de los casos, habría de reponer.

Un duelo es un viaje solitario de uno con su doble, por un camino que, en un punto, en algún momento, tal vez el menos pensado, habrá de bifurcarse. Un duelo es, por lo tanto, una experiencia paradojal. Po-siblemente el duelo, en su vinculación a la pérdida del ser querido, tenga menos que ver con esto, precisamente, que con lo que dicha pérdida vendría a arrastrar de nosotros hacia un estado de neta disolución, esa construcción de uno, esa imagen, ese lugar forjados por la subjetividad del otro a través de un tiempo que, como un reloj de arena, ha dejado caer su último grano.

El “teatro de operaciones” es el cuerpo, campo de batalla donde se esgrime el duelo y, a la vez, batalla en sí misma. No es esta una batalla librada entre el placer y el dolor, eros y tánatos, el Bien y el Mal. Los principios dualistas capitulan antes de que se libre la contienda. No es campo propicio el cuerpo para que surja de tal conflagración un desgarro o una renuncia. Después de todo, todas las parejas de oposiciones, según Héléne Cixous, son parejas. ¿Significa eso algo?