Sobre su obra

Como se lleva a un niño, de Liliana Lukin

De la presentación del libro
Por Marcelo Percia

Torbellinos de lo que queda

El enunciado lo que queda evoca dos referencias inmediatas. Una, la novela de Kazvo Ishiguro (1989), Lo que queda del día (The remains of the day), que adapta para cine James Ivory (1993) con Emma Thompson y Anthony Hopkins. Una historia de servidumbre, postergación, renuncia, de una vida subalterna en medio de las entre guerras europeas.

Otra, en tiempos de post dictadura, ruina, dolor, hiperinflación, amenaza, la primera obra que realiza en 1988 el Grupo Escombros en un muro del barrio de San Telmo. Un grafiti que decía: “Somos artistas de lo que queda. Nos sorprende estar vivos cada mañana, sentir sed, e imaginar el agua”.

Liliana Lukin en sus dos últimos libros (Ensayo sobre la piel y Como se lleva a un niño) habita la decisión, el deseo, la responsabilidad de relatar -estando ahí cercana y desgarrada- los trabajos de la muerte. El primero escrito como una crónica en el correr de los días y el segundo comenzado tras el último soplo. Ambos libros tratan de pensar lo que queda tras esa triste labor. Escribe Liliana: “He visto dos veces trabajar a la muerte ante mis ojos…”.
Se puede leer, ahora, la expresión lo que queda de tres maneras.

Lo que queda de las vidas que se van o lo que esas vidas dejaron.

Quedan los recuerdos y, a la vez, queda el miedo a perder la “recordación”.

Queda evocar, imaginar, incluso, a veces, soñar o alucinar.

Escribe Liliana: “… solo el resplandor de una imagen puede traer una cadena de recuerdos”.

Queda la vida descarnada. La vida sin temperatura y sin materia.
Escribe Liliana: “Nada carnal vuelve…”.
No vuelve una boca, una piel, la ternura.

Escribe Liliana: “…no podríamos tocarnos / ni la punta de los dedos…”.
Queda abrazarse a una ausencia.
Queda el llamado sin respuesta.

Escribe: “La ausencia esa emoción sin cuerpo”.
Quedan huellas, como la de una mancha en la tapa de un libro.
Quedan restos, rémoras, rezagos.
Queda la “…música que grababa para mí…”.
Queda “un mensaje en el grabador del teléfono…”.
Quedan fotos: “Me miraba cuando tomé esa foto”. “…esas fotos de nuestras caras juntas…”. “En cada foto que miro él muere otra vez”.
Queda una película. Escribe: “…encontré un video, solo algunos segundos…”.
Quedan cartas que se releen.
Queda la ocasión de hablar con alguna cercanía sobre esa ausencia.
Escribe: “Me encuentro… con alguien que nos conocía…hablamos del que ya no está”.

Queda la sensación de que “…en cualquier momento / fuera a llegar, o estuviera por venir…”.
Entre lo que queda, yacen también cosas con las que los “…hijos no sabrían qué hacer…”.
Escribe Liliana: “Me visto con sus camisas como si lo llevara puesto…”.
Escribe: “Lo que nunca se fue es un regalo del pasado”.

Lo que queda sin vivir o lo que ya nunca habrá de pasar.
Escribe Liliana: “…como tomando a su salud, perdida, / lo que quedó sin tomar”.

Lo que queda sin celebrar, pero no la añoranza, sino -como dice ese tango de Stamponi y Cátulo Castillo- lo que queda como “vértigo final”, pero esta vez sin rencor, aunque también sin porqué.
Lo que queda como soledad (o deseo) sin para qué.

Lo que queda de la vida o lo que resta por vivir.
Queda por vivir un tiempo inhabitado.
Queda volver a pensar lo vivido, corregir lo recordado, volver a interpretarlo, volver a significarlo, volver a vivirlo aunque, esta vez, sin su vida.

Queda que nos escuchen y, en el peor de los casos, que nos digan qué tenemos que hacer.
Queda la obra de Gustavo Schwartz.
Queda proyectar este y otros libros.
Escribe Liliana Lukin: “Esta escritura ha elegido protegerme…”.
Queda hacerse a la idea de que hay algo que no volverá.
Queda hacer el duelo (eso que nadie sabe cómo se hace).
Queda llevar la ausencia “como se lleva a un niño…”.