Sobre su obra

Sobre El Museo de la infancia de Liliana Lukin

Por María Mascheroni

Leí este libro una vez y me gustó y una segunda vez y una tercera y me gustó más aún. ¿Qué quiere decir que “me gustó”? me pregunté cuando Liliana Lukin me propuso presentarlo. Y pensé que, al volver a entrar una y otra vez en este libro, la intriga se acentúa, el pensamiento desorientado se conmueve. Cada vez el asunto se torna más inapresable y algunos versos saltan del libro, desbordan y comienzan a encaramarse, y lo que es más inesperado, ¡a formar parte de nuestro modo de mirar! 

No sé si vieron el libro –digo, si lo vieron, no si lo leyeron-: se llama El museo de la infancia. Tiene un dibujo en su portada hecho por una niña o un niño –todavía no sabemos que es de la niña Lukin-, un dibujo algo impersonal como salido de un “libro de lectura” de segundo o tercer grado. Imágenes, diría, de carácter universal, representaciones de escenas escolares y domésticas, estereotipos de una época que jalonan todo el libro.

Aparece un primer equivoco: nos parece que vamos a leer un libro de poemas que nos hará caer en la infancia -la mía, la de ustedes. ¿Se tocarán y torcerán nuestros pasados al entrar por esta ranura sigilosa?

Pero aquí no hay ni niñez ni cosas de niños. No, aquí no hay niños. Ni hay niñas ni niñeces. Ni le pone Lukin voz a una niña. Tampoco evocación ni nostalgia de esa edad por la que todos pasamos. Queda claro que Lukin no nos habla de esa infancia.

Y hay un segundo equívoco: porque abrimos los poemas y no entramos en estancias de un museo a recorrer, no hay catálogos ni etiquetas que designan qué es qué, ni visitas guiadas. En este museo nada permanece estático, en vitrinas, en anaqueles. ¿Qué lugar ocupan los hechos, los rastros de lo vivido en dibujos y fotografías? ¿Qué lugar ocupan cuando la realidad que somos, si somos realidad, si nuestra historia ha sucedido, está inscripta en nuestro cuerpo como otra historia, difícil de nombrar? Y así Lukin en el poema se permite extraviarse para crear un mundo-museo que albergue madre hijos padre hermanos continuamente amenazados de perder realidad.

Entonces pienso por qué museo y no huerto o viaje o neblina.  

Sin embargo, ese título y esos dibujos, producen una perturbación. Están separados, ajenos, a los poemas; y eso es inquietante. El título y los dibujos proponen algo que después no ocurre, pero ocurre algo.  Vienen a pregonar que de eso no va a hablarse, que no se logrará mantener los recuerdos a raya ni a estabilizar sus contornos, que no dejarán de confundirse entre sí, haciendo de ese “pasado” un sitio improbable, tal vez un cuerpo inquieto poblado de fantasmas más o menos crueles o amables. Así, la arquitectura de este libro hace algo más. Lo que muestra hace un efecto,  como  en paralelo a lo que dice.

Cada vez es más claro que esta infancia no es niñez, es una infancia que permanece en el cuerpo. –La niñez estaría situada en el pasado, la infancia no-. En La Poética de la ensoñación Gastón Bachelard cita a Franz Hellens: “Mi memoria es frágil, pronto olvido el contorno, el trazo; sólo la melodía permanece en mí. Retengo mal el objeto, pero no puedo olvidar la atmósfera, que es la sonoridad de las cosas y de los seres.” “Siento un gran alivio. Regreso de un largo viaje y he adquirido una seguridad: la infancia del hombre plantea el problema de su vida entera; le toca a la edad madura encontrar su solución. Durante treinta años anduve con este enigma, sin concederle ni un pensamiento y hoy sé que todo estaba dicho ya cuando me puse en camino.”

También Lukin anuncia que va a buscar y que no encuentra lo que quisiera ver, o encontrar. Y que las marcas del daño se borraron o permanecen, el dolor ya sin vida:

“Pero si miro a lo hondo no veo lo que quisiera ver: / las marcas del daño se borraron, no son duras cáscaras, / no duelen, sólo tapan el aire, muescas en un cuerpo / que agitan las risas, el agua, lo que podemos saber, / y yo insisto en mirar, buscar allí, raspar y ver la sangre / sus hilos finos, como alambres que cosen mis días.”

La construcción del libro es compleja, se pueden leer varios direcciones o planos. Podría leerse el maridaje difícil de sus insinuaciones. La infancia las abarca, atmosférica: cuatro lecturas posibles: desde las imágenes, desde los poemas, o desde las citas. Incluso desde los títulos. Y el poemario a su vez, en diálogo con un libro anterior, Carne de tesoro de 1990 en un intento de plegar el tiempo y acercar “la que fui a la que soy”.

Un poema oficia de obertura, le siguen cuatro partes. La primera: De la edad, Del tiempo; la Segunda: De mi madre; la Tercera: De los hijos, De lo anterior; la Cuarta: De los finales y por último una Coda. Sí. Eso es un orden. Las partes son pequeños llaveros o linternas que entrega Lukin cuando la ranura está por succionarte. Y hay citas de distintos autores a lo largo del libro que ofician como puertas interiores a cada instancia, puertas por donde repta algún tipo de luz hacia nuestro entendimiento. Cada cita un acierto que no calma. Como el que abre la tercera parte, de Agnes Varda: “Pues este es mi proyecto. Filmar una mano con mi otra mano: entrar en el horror. Me parece extraordinario, me da la impresión de ser un animal. Peor aún: soy un animal que no conozco.”

Una atmósfera precisa y persistente pregunta y diluye las certezas: la infancia permanece en las mareas que horadan la memoria. Atraviesa todas las edades, preserva lo que no se puede decir, no por inhibición, sino como lo que no puede alcanzarse porque no hay puente posible.

Encuentro algunas pistas:

“la infancia: una casa sin puerta / adonde entrar como al lenguaje”. Así empieza el libro.

Empiezan las casas, empiezan las puertas. La infancia como casa, el yo como casa “como si yo fuera una casa, mi propia casa de sufrir/ y de gozar”; la madre como casa: “ en ella se podía entrar como a una casa/y como en una casa en ella quedarse a vivir// pero por fuera/ siempre un poco por fuera”. Casas renuentes ¿albergan? La intemperie también nos salva, pienso, y Liliana dice : “una puerta puede ser una casa, un lenguaje donde la palabra puerta no exista”.

Líbrame de ese amor”. Aún la ternura y la calidez se escriben en ese borde que desea la liberación, nos dice.  ¿Una madre: es una vivencia del cuerpo que vive en mí? “Me arranco si puedo el veneno de sus flechas”. No es ésta una madre de la niñez, es una madre con edad.

Los poemas alrededor de la madre ocupan un lugar predominante en el libro, tal vez hablen de una experiencia singular entre la madre y la poeta, lo que sí ponen al desnudo es un trastorno de rasgo universal inseparable al vínculo madre-hija.  Lo madre, diría, como una infancia persistente.

Era Mark Strand que decía que los poemas que lo atraían tenían dos características: algo que le resultaba incomprensible pero también y al mismo tiempo una familiaridad muy fuerte.

Hay varios poemas donde aparece la madre, o lo madre, que a mí me gustan mucho, y dan ganas de leerlos, cuesta elegir. Leo:

Mi madre y yo tuvimos el mismo sueño: /ella en su salud yo en mi enfermedad,/ella en mis brazos y yo en el cuenco de tierra /que sus ojos hacían para vaciar la bolsa de semillas./Mi madre anota en papelitos: remover, regar, poner /en agua y dejar que repose: en su salud ella adelantaba/tiempo para mí, iba adelante haciéndome camino/en el trabajo de sobre ponerme al andar”. Poema III: “ Entre dos vidas ella elige siempre la misma, otra vez/ y yo no olvido ese detalle a sus espaldas./ En sus brazos no me recuerdo,/ pero en el sueño que ambas tuvimos ella veía por mí./ Dentro de su boca le daba cada frase y su boca/ cerrada masticaba, reía mi alimento, reía de mí/ que alimentaba con las frases del sueño/ nuestro imposible despertar.”

Madre de mí soy definitivamente y eso me deja huérfana, libre pero huérfana”.  Y esta clase de orfandad sucede a una edad madura. Y no se debe a la muerte de la madre.

La intemperie de esa casa sin puerta es una apertura tan inmensa que pasa a ser intemperie global, se fue el cielo protector. Una casa sin puerta también se puede pensar como un encierro: un lugar del que no se puede salir, como el lenguaje.

“En el museo de la mente camino en círculos”. “El museo de la mente no tiene horarios ni puertas y cuando entro estoy perdida”. De nuevo sin puertas. Así termina la primera parte del libro. Y así nos da otra pista:  el museo parece ser de la mente.

“Una puerta puede ser una casa  . un lenguaje donde la palabra puerta no exista.”

Infancia y lenguaje: lugares tan abiertos que no hay refugio o un encierro donde no hay bálsamo o las dos cosas, y al unísono.

Las potencias de la infancia que subyace en nosotros se despliegan sólo en lengua poética, son inquietantes y no se resuelven en relatos. Sólo en esa lengua, y así se vinculan infancia y poesía con lo que no se puede decir, nombrar. Más crucial que lo que dice el poema (y estos poemas dicen cosas) es lo que el poema le hace al lenguaje. Poema borde del lenguaje, al borde de lo comunicable y de lo inapropiable. En vez de hablar con propiedad, hablar sin propiedad de lo innombrable. Las cuestiones que aborda este poemario son de ese orden: la infancia la madre el tiempo los finales, los hijos, la edad.

Liliana Lukin nombra y al nombrar torna innombrable lo que es de suyo innombrable. Y pienso ahora: es este modo de lo poético el que nos vuelve más vívida, más real la existencia.

“Aunque mire a lo hondo no veré el lecho musgoso,

lo que así se macera desde siempre, acumulando

residuos, tantos pies que entraron, y no volvieron

a salir, risas que cubrían el aire, el agua sacudida

por los brazos. Hubo Felicidades de cuerpos ajenos,

hubo crimen y silencios para flotar en la transparencia.

Pero aunque mire más hondo aún, no lograré ver

ni la mitad de lo vivido por otros, ni la mitad terrible, ni la mitad de la mitad de lo vivido por mí.”